sábado, 8 de junio de 2013

Grandes Exploradores I

Grandes Exploradores - Parte I
· Días clave: Exploradores en territorio maya.
· La Imaginación es la clave.
· Las primeras migraciones.
· De los primeros mapas al GPS.
· Los primeros navegantes de la historia.

· Viajeras Intrépidas.
· Héroes en los confines del mundo.
· Las grandes expediciones del conocimiento.
· La llamada de África.

· Exploradores del frío.
· El choque de dos culturas.
· Fracasados y olvidados.
· Mundos por revelar.




Días clave
Exploradores en territorio maya
Tras recorrer gran parte de la Península de Yu­catán y conocer la riqueza cultural y natural de lugares como Uxmal, Sayil, Labná, Xampón, Kiuik y Kabah, el 3 de marzo de 1842 el explorador John Lloyd Stephens y el arquitecto e ilustra­dor Frederick Catherwood, junto con el doctor Samuel Cabot, llegaron a la pirámide de Chichén Itzá. Un año después Stephens publicó el libro Incidents of Travel in Yucatán, el cual contiene una detallada descripción de sus descubrimientos acompañada por las magníficas ilustraciones de Catherwood. La publicación de sus ha­llazgos dio pie a la realización de posteriores expedicio­nes científicas por toda la zona.


Por qué necesitamos explorar
nuevos mundos
La Imaginación es la clave
Aunque las motivaciones basadas en profundizar el conocimiento humano dieron paso a la ambición de poseer territorios, riquezas o fama, el espíritu de la exploración no se agotará jamás mientras la imaginación continúe rigiendo nuestra curiosidad y conservemos la
capacidad de asombro.

Por Felipe Fernández-Armesto

El ser humano se parece mucho a otras criaturas, salvo por el hecho de estar superdotado de una mentalidad creadora capaz de proyectar visiones de mundos extraños. Los chamanes realizan exploraciones por los dominios del espíritu, impulsados con los ritmos de sus tambores y las visiones de drogas alucinógenas. Para una mente liberada de los límites de su entorno físico, el barril de Diógenes puede adquirir las dimensiones del mundo entero o incluso del Universo. A Newton le hacía falta que su asistente lo condujera al comedor de Cambridge por no poder nunca acordarse del camino, pero era capaz de surcar el Cosmos con su imaginación. Kant no quiso salir de las calles ru­tinarias que solía pasear a diario por la ciudad de Kónigsberg, pero su pensamiento llegó hasta los úl­timos confines de nuestro mundo moral. Todos los grandes viajes hacia zonas desconocidas empiezan en los cerebros de los aventureros.
Por el contrario, las motivaciones de la gran mayoría de los pioneros que han abierto y dado a conocer las rutas que conectan y mezclan las culturas del mundo han sido poco inspiradoras. Su búsqueda hacia nuevos horizontes y destinos vírgenes respondía a su anhelo de terrenos, rique­za, poder, penitencia, proselitismo o, a veces, mera supervivencia. Las primeras exploraciones de la especie Homo sapiens -el hallazgo lento y vacilante de las rutas que conducían desde nuestro lugar de origen en África del este hacia el resto del mundo-se iniciaron a lo mejor hace unos 100.000 años por jóvenes expulsados o refugiados de sus comuni­dades a causa de la ferocidad de la competencia y supervivencia.



Motivos diversos
A veces interviene la curiosidad científica. El pri­mer explorador a quien conocemos por su nombre era Harkhuf, un oficial egipcio de finales del tercer milenio antes de Cristo. Su objetivo principal era investigar en nombre del Faraón Pepi II las zonas que quedaban más allá de las cataratas del Nilo, donde recogía especímenes de los productos tropi­cales -entre ellos, un bailarín pigmeo que fascinaba al joven faraón-. Los grandes viajeros de la Grecia presocrática, Piteas y Herodoto, aprovechaban para reunir datos etnográficos y geográficos. Los pere­grinos budistas chinos que se dirigían a India en las épocas de Fiangxan y Xiangzu regresaban a su país cargados de relaciones topográficas y textos sagrados. Los geógrafos medievales, como Adán de Bremen en el mundo cristiano e Idrisi en el islámico, interrogaban a los peregrinos, mercaderes y guerre­ros llegados de lugares remotos para conocer la rea­lidad del globo terráqueo. Ibn Battuta, el viajero más pertinaz de la Edad Media, empezó viajando como peregrino pero terminó vencido, según cuenta él mismo, por la curiosidad pura y absoluta.
No obstante, en la Antigüedad y la Edad Media el valor de los viajes se calculaba más por sus efec­tos transmutativos y numinosos, que conferían su­puestos beneficios espirituales, que por sus aportes a la ciencia. Los comerciantes se apreciaban por sus objetos de consumo exóticos; los conquistadores, por su supuesta divinidad; los naufragados, por su procedencia del horizonte divino y su resistencia a los castigos de la naturaleza; y los peregrinos, por la santidad que les confería su contacto con las fuentes de misterios lejanos. Cuando el almirante Zheng He volvió a China después de haber recorrido el océano índico en sus siete viajes de principios del siglo XV, las criaturas exóticas que traía consigo -sobre todo las jirafas, que a los sabios de la corte china les re­cordaban a los legendarios unicornios- significaron, más que el acceso a nuevos especímenes científicos, una fuente de buenos augurios y una muestra de aprobación celestial hacia el emperador.
A los exploradores europeos de finales de la Edad Media y principios de la Edad Moderna solemos ca­lificarlos de inauguradores de una nueva época y precursores de la Revolución científica. Hasta cierto punto, se trata de una reputación merecida. Alvise Cadamosto, quien se unió a la tripulación en uno de los viajes por las costas de África del oeste patroci­nado por el infante don Enrique de Portugal en 1455, afirmó que su única motivación era lograr saber más del mundo. Colón emprendió sus viajes para escapar de su modesto rango social y ascender a la nobleza inspirándose en romances de caballería, pero insis­tió en su "deseo de conocerlos secretos del mundo". Vespucio no sabía manejar ni el cuadrante ni el astrolabio, pero se felicitó por intentar conseguirlo, Incluso Hernán Cortés, centrado estrechamente en someter reinos y conseguir oro, se detuvo para observar el volcán Popocatepetl. Francisco Her­nández se trasladó a América en 1575 para cono­cer su botánica. Thomas Harriot fue a Virginia, en 158S, con la esperanza de mejorar su dominio de la astrología y de la alquimia, consideradas ciencias en aquel entonces.
Los grandes éxitos de aquellos tiempos se de­bieron más que nada al valor a veces temerario de algunos individuos. De modo predominante, sin embargo, el gran reto y la actividad principal de los exploradores de la época fue la búsqueda de nuevas rutas marítimas. Parece mentira que tras 50.000 años -o más, si tenemos en cuenta las pruebas de que el Homo erectus sabía navegar hace unos 800.000 años- todavía no se conocieran las rutas de ida y vuelta a través de los océanos At­lántico ni Pacífico, y que las grandes culturas del Nuevo Mundo quedaran desvinculadas de sus homologas euroasiáticas y africanas. Para cruzar esos mares, hacía falta aventurarse con viento en popa, lo que hoy día nos parece lógico y sencillo, pero que en aquel entonces parecía situarse al borde de la locura. Lo normal para un viaje de exploración hacia destinos desconocidos era navegar con el viento contrario, por la nece­sidad absoluta de asegurar el viaje de regreso. Los precursores de Colón, que intentaron cruzar el Atlántico partiendo de las Azores a mediados del siglo XV, fracasaron por elegir, de manera muy comprensible, latitudes donde los vientos soplaban hacia el este. El genio o locura de Colón consistió precisamente en optar por las latitudes de las Canarias, donde los vientos alisios condu­cían hacia el oeste. Los descubrimientos de Vasco da Gama, que halló la ruta de acceso al Océano índico desde el Atlántico en 1497, y de Fray Andrés de Urdaneta, piloto de las rutas de ida y vuelta por el Pacífico en 1565, se realizaron debido al mismo espíritu arriesgado.
Debido a sus esfuerzos y a los de varios con­temporáneos suyos, se fueron descifrando poco a poco los vientos y corrientes que recorrían y conectaban el mundo y cuyo patrón -la traza de sus circulaciones y oscilaciones en la superficie del planeta- fue desvelándose poco a poco. Hacia finales del siglo XVI, las grandes civilizaciones del mundo, aisladas unas de otras hasta ese momen­to, ya estaban en contacto. Las rutas de los explo­radores permitieron unificar el rico y densamente poblado arco que se extendía desde China y Japón a través de las zonas centrales y sureñas de Eura-sia hasta los confines del Atlántico, prolongándo­se allende los mares hasta el Caribe y las zonas de las culturas andinas y mesóamericanas.



En la segunda década del siglo XVII, los explora­dores holandeses abrieron la última de las grandes < rutas de conexión mundial al seguirlos vientos del oeste en los Mares del Sur y virar hacia el norte arrastrados por la Gran Comente de Australia, hasta desembocar en las islas de las Especias. Hacia finales del siglo, los navegantes europeos habían surcado todas las costas de todos los continentes menos la Antartica, algunas zonas de Australia y la costa ártica de Norteamérica. El mapa del mundo que sus sucesores construyeron en el siglo XVIII no dista mucho en el perfil de las costas de las fotos sacadas por los modernos satélites de exploración. Las expediciones por el Pacífico de Cook en los años 60 y 70 de aquel siglo y de Malaspina desde 1789, a pesar de abarcar motivaciones imperiales, comerciales y estratégicas, resumían los ideales racionalistas de la Ilustración, recopilando documentos, reuniendo especímenes y divulgando imágenes y descripciones. La misma forma del planeta logró conocerse por entonces: las expediciones promovidas por la Academia Real de París, en 1735, al Ecuador y al Círculo Polar Ártico para medir la superficie terrestre constataron que -al contrario de las tesis mantenidas por la geografía tradicional-la Tierra no era una esfera perfecta, sino que correspondía a la forma que Newton había concebido en su imaginación: como una naranja, apretujada por sus propios extremos. La exploración, que se había iniciado por la fuerza de la imaginación humana, seguía proporcionándole información y terminó transformándola.


Secretos y preguntas pendientes
En los siglos XIX y XX entran en escena dos factores nuevos: en primer lugar, el nacionalismo suscitó I un concepto chauvinista de la exploración, que se convirtió así en una serie de carreras para descubrir tierras, describir entornos, cruzar desiertos, conquistar cumbres y plantar banderas en lugares remotos por motivos, sencillamente, de prestigio nacional, sin preocuparse en exceso por la utilidad de tales logros. Luego, la financiación creciente de los medios de información y entretenimiento dio lugar a un recrudecimiento de la vanagloria, el sensacionalismo y la sed de notoriedad entre los propios exploradores. Una serie de carreras diversas -para trazar el curso del Nilo, encontrar o "rescatar" a Livingstone y Emin Pasha, ninguno de los cuales estaba perdido ni necesitaba rescatarse; llegar a los polos, escalar el Everest, aterrizar en la Luna o batir todo tipo de récords- deformaron las motivaciones de los modernos exploradores, separándolos de la tradición predominantemente científica de la época de la Ilustración. Mientras tanto, la multiplicación de universidades e instituciones, así como de profesionales científicos, ha contribuido a compensar las desatenciones de gobiernos y patrocinadores comerciales distraídos en proyectos triviales.
Hoy día, los confines aún no explorados y cuya cartografía y documentación quedan por completar son las profundidades oceánicas, las capas interiores de la Tierra y el espacio exterior. Pero el espíritu de la exploración no se da jamás por terminado, ni siquiera en las zonas más recorridas ni más habitadas por los hombres, porque las regiones ya exploradas siguen siendo mutables y dinámicas, y nos revelan siempre nuevas especies o efectos inadvertidos de los cambios climáticos y geológicos; siguen invitándonos a explorarlas de nuevo, con un interés siempre renovado.

Las primeras migraciones
Y Eva salió del
Paraiso
Desde que el ser humano pisó la tierra, tuvo un rasgo diferencial que solo comparte con algunos animales: la curiosidad, el motor que le hace cruzar fronteras y traspasar los límites del mundo conocido. Ese deseo por explorar es una de nuestras cualidades más distintivas.

Por Jacobo Storch



Es claro que la exploración ha sido una actividad relacionada con el control de un territorio, y también sabemos que es propia de los animales que dependen de un entorno para sobrevivir.
Sin embargo, ir más allá del horizonte que ese extiende a lo lejos, saber qué hay al otro lado de las montañas frente a nosotros, está impulsado por la curiosidad, y ello solo lo tienen algunos animales, especialmente los humanos y sus parientes más cercanos. La curiosidad es el estímulo que lleva al ser humano a emprender todo tipo de complicados viajes y arrostrar cualquier dificultady peligro con tal de explorar los límites del mundo conocido. Uno de los peregrinajes más fascinantes comenzó con las eternas preguntas ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos y adónde vamos? o ¿cuándo empezó esta aventura?, lo que nos ha llevado al estudio de nuestros orígenes y la evolución de los homínidos. Esta expedición ha estado llena de sorpresas, que de manera continua ponen en tela de juicio los conocimientos que poseemos acerca de cómo hemos llegado a ser la única familia de "seres humanos" que habita sobre la Tierra -pues todos estamos íntimamente emparentados- y cómo apenas quedan territorios vírgenes en donde la curiosidad humana aún no ha penetrado.
Desde las páginas de las más prestigiosas revistas dedicadas a la publicación de los logros científicos -Naíure o Science, por citar dos de ellas-, nos asaltan las novedades sobre el largo camino del ser humano hasta llegar a su aspecto actual y a su presencia en todos los rincones del planeta. El estudio de los restos fósiles de nuestros antepasados, protagonizado por paleoantropólogos y biólogos en una unión cada vez más estrecha, está revolucionando lo que sabíamos sobre nuestros primeros pasos en la Tierra. Un aspecto que parecía tan claro como que el caminar sobre dos piernas -el bipedismo- era único y exclusivo de los homínidos, conseguido al descender de los árboles a tierra firme y que surgió de la necesidad de dominar mejor el entorno.

Homínidos y primates
Durante mucho tiempo se tomó al bipedismo como referencia para diferenciar a los humanos de sus parientes primates; en otras palabras, era el punto de separación entre ambas líneas evolutivas. Ahora, sin embargo, algunas teorías proponen que el caminar erguido pudo surgir mientras nuestros antepasados todavía estaban en las copas de los árboles. Así lo refieren los paleontólogos ingleses Robin Crompton. Susannah Thorpe y Roger Holder, quienes analizaron la locomoción de los orangutanes de Sumatra (Indonesia) durante un año. Estos, pese a que pasan la mayor parte del tiempo en las alturas, utilizan sus dos piernas para desplazarse sobre las ramas y emplean sus manos para mantener el equilibrio o transportar comida de un lado a otro. Según Crompton y su equipo, es posible que el modo de vida de nuestros antepasados arborícoras fuera semejante al de estos animales. "Si estamos en lo cierto significa que no es aceptable basarse en el bipedación para determinar si un fósil es ancestro de un humano o del ancestro de otro primate. Cada vez está resultando más difícil decidir qué es un humano y qué un simio", comenta el paleontólogo.
Incluso la famosa Australopithecus afarensis conocida como Lucy, que vivió hace 3,2 millones de años y cuyo caminar era erguido, al parecer pasó gran parte de su vida en los árboles. Esto fue anunciado el año pasado por Zeresenay Alemseged, curador de la Academia de Ciencias de California, quien en 2000 encontró en Etiopía el esqueleto bien conservado de Selam, unaniña de tres años de A. afarensis. Tras estudiar y compararlos omóplatos de Selam con los hombros de otros primates primitivos y de algunos tipos de chimpancé, gorilas y humanos, se encontró que su anatomía era más parecida a la de los simios. Esta especie, además de caminar de forma bípeda en el suelo, estaba adaptada para trepar árboles.
Los científicos creen que la bipedación también contribuyó un cambio climático que hizo disminuir de modo drástico la frondosidad de los bosques. Los ancestros humanos se adaptaron a esta situación abandonando las copas de los árboles e iniciando su desplazamiento por terrenos despejados; dieron comienzo así ala exploración de territorios cada vez más alejados. Las investigaciones genéticas han establecido el momento aproximado en que el linaje humano empezó a diferenciarse del ancestro común con los simios, en un periodo entre seis y ocho millones de años atrás. Los últimos hallazgos fósiles fechan la antigüedad de las primeras especies de homínidos en unos 7 millones de años y han multiplicado por tres la cantidad de especies conocidas que forman parte de nuestro árbol evolutivo. Desde su descubrimiento en 1973, se consideró a los A. afarensis como el antepasado directo de los humanos que residió en el corazón de África. En la década de 1990 hubieron más hallazgos. En Kenia, Meave G. Leakey descubrió el Australopithecus anamensis, que vivió hace aproximadamente cuatro millones de años (Ma) y podría haber sido un precursor de los afarensis. El descubrimiento de otra especie llamada Kenyanthropus platyops proporcionó la evidencia de su coexistencia durante largo tiempo con los parientes afarensis de Lucy, lo cual ponía en duda la opinión mayoritaria de que el árbol familiar tenía más o menos un solo tronco hasta llegar al Homo sapiens.


Bípedos, hace seis millones de años
La evolución humana muestra más un aspecto de arbusto con muchas ramas que el de un árbol con uno o dos troncos. Sin embargo, en las últimas décadas el hallazgo de más restos óseos ha alimentado esta idea: en Etiopía, el paleoan-tropólogo estadounidense Tim White ha documentado homínidos que vivieron hace 4,4 Ma (Middle Awash, Ethiopia) de una especie conocida  como Ardipithecus ramidus. Más tarde, los restos de otra especie relacionada que vivió hace 5,2 o 5,8 Ma se clasificaron como Ardipithecus feadabba. Los franceses han encontrado otros restos más antiguos, los del Orrorin tugenensis de Kenia y del Sahelanthropus tchadensis de Chad, con los que se ha sobrepasado la barrera de los 6 Ma, y aunque los fósiles son muy escasos sus descubridores los ven como individuos bípedos capaces de explorar territorios y abandonar el nicho ecológico estricto en el que se desenvolvían.
A finales del Plioceno (terminación del Terciario) o inicios del Pleistoceno (Cuaternario), entre los 2,5 y los 2 Ma, surgieron en África las primeras ramas del género Homo, que divergían claramente de los australopitecos.



El control del fuego
El Homo habilis fue, quizá, el primero que fabricó herramientas de piedra y probablemente también de huesos de animales, con las que se iniciaba la conquista del medio, y eso a pesar de su aspecto de hombre arborícela, lo que complica la percepción de la línea evolutiva hacia los humanos actuales. En esta, la etapa siguiente -entre 1,9 y 1,6 Ma- la cubren los restos de fósiles como el Homo rudolfensis de Ke-nia o el Homo georgicus, hallado en Georgia, fuera del continente africano. Paralelamente, entre los 1,8 y 1,4 Ma, se desarrolló la especie del Homo erectus, que desde hace 1,2 Ma estaba presente en la isla de Java, Indonesia. En sus primeras etapas se ha preferido denominar al erectus Homo ergaster, con individuos presentes en Europa, Asia y en el continente africano. El erectus debe su nombre a ser el primer humano que caminaba en una posición totalmente erguida y se cree, además, que ya tenía el control del fuego con el cual cocinar. En su viaje de exploración por el mundo desde el continente africano, el Homo erectus está presente en Indonesia 0ava y otras islas), India, China, el Cáucaso y las regiones orientales de Europa; uno de los más conocidos es el fósil de Zhoukoudian u "hombre de Pekín".
Los hallazgos de 2008 en el yacimiento de Atapuer-ca colocan a uno de sus fósiles, el Homo antecessor, entre los 1,7 y 0,5 Ma, la fecha más antigua registrada hasta el momento de presencia humana en Europa. Se le considera a medio camino entre el erectus y las especies más arcaicas de los humanos modernos (sapiens), en una línea evolutiva que siempre se ha considerado extinguida, si bien dejó su huella en Europa, África y China. Para otros autores, una línea independiente, separada del tronco del H. antecessor, es la que llevaría hasta el Homo neanderthalensis, un tipo de sapiens arcaico que colonizaría buena parte del mundo. La discusión es si el Homo sapiens, plenamente constituido en sus formas iniciales, procede de África (considerada "la cuna de la humanidad") o si fue fruto de varias ramas que ya habían salido del continente africano, a partir de las diferentes familias de erectus que vivían en otras regiones.


Relación entre neandertales y sapiens
El análisis genético (secuenciación del ADN mito-condrial, transmitido únicamente a través de las mujeres) está resultando definitivo a la hora de plantear si los neandertales formaron una línea sin salida o si se mezclaron con otras especies de sapiens. Así, diversos estudios coinciden en que 1,4 por ciento del ADN de los habitantes de Europa y Eurasia proviene de los neandertales, lo cual demostraría que no se trataba de especies tan diferentes ya que podían aparearse entre sí. Sin embargo, el debate sobre si esta herencia de neandertal proviene de la hibridación, es decir, de la cruza de especies o no, aún no ve su final. De acuerdo con el doctor Andrea Manica, de la Universidad de Cambridge, en Reino Unido, esta porcentaje de ADN neandertal puede explicarse mejor si en lugar de suponer que ambas especies llegaron a procrear planteamos la existencia de un ancestro común. Manica afirma que tras someter a prueba las dos posibilidades resulta que "los patrones que actualmente vemos en el genoma neandertal no son excepcionales; están dentro de lo que esperaríamos ver sin hibridación sise considera la existencia de un ancestro común que pudo vivir hace cerca de medio millón de años. Por lo que si tuvo lugar la hibridación, habría sido en una escala mucho menor de lo que actualmente se afirma".


Única especie superviviente
Una de las teorías más recientes, basada en estudios genéticos comparativos, defiende la hipótesis del "Segundo Origen Africano": un principio único para los Homo sapiens sapiens hace entre 200.000 y 170.000 años, como resultado de un cambio genético que ocurrió en una población pequeña del noreste africano. Apartir del estudio del ADN de la mitocondria, un grupo de entre 600 y 1.000 individuos protagonizaron la segunda dispersión desde África -la primera, hace poco más de 1,7 Ma, es la que llevó al Homo ergaster a la Península Ibérica-, ocupando diferentes espacios geográficos y sustituyendo a todos sus contemporáneos.
A través de los restos paleontológicos, especialistas estiman que los homínidos modernos emigraron a lo largo de la costa del Mar Rojo hace 125.000 años y que luego siguieron la ruta costera a través de Arabia, Irak, Irán, Pakistán y, desde allí, hacia el sudoeste asiático hace unos 67.000 años. Quizá en oleadas sucesivas, miembros de este grupo llegaron a Nueva Guinea hace 60.000 años y a Australia poco después. Unos se desviaron hacia Europa, hace 40.000 años, mientras que otros, de origen asiático, cruzaron el estrecho de Bering-por entonces un puente de hielo y tierra firme- hasta llegar a Alaska y al resto de América hace unos 30.000 años. La variedad de subespecies de nuestros antepasados, desperdigados por el Viejo Mundo desde hace más de un millón de años, desaparece al ser sustituida de manera progresiva por la de los sapiens hace unos 30.000 años, fecha desde la que ya los humanos presentan una constitución anatómica similar, por no hablar de un comportamiento que ya no cabe sino calificar de "moderno" y exclusivo, pues de todo el género Homo, la especie sapiens sa piens es la única superviviente. Como se ha visto, la exploración del mundo es una actividad muy reciente, teniendo en cuenta los millones de años transcurridos en la evolución humana y sabiendo que la globalización se ha conseguido tan solo con el desarrollo de los sapiens sapiens. El camino que siguieron para salir de África fue a través de la vía natural del Valle del Nilo hacia Eurasia, pero recientemente se han explorado las posibilidades de los diversos valles paralelos que hace decenas de miles de años cruzaban el desierto del Sahara, permitiendo un acceso directo al Mediterráneo.


Nativos americanos
Como afirma el biólogo molecular Spencer Wells, cuesta creer que los poco más de 7.000 millones de personas que hoy se encuentran diseminadas por todos los continentes sean descendientes directos de tan solo unos 10.000 individuos que hace algo más de 60.000 años vivían recluidos en África, de donde salieron a causa de una intensa sequía siguiendo a animales y pastos en su retroceso hacia zonas templadas. Igualmente sorprendente es el hecho de que la población nativa más antigua de América descienda de un grupo de solo 15 o 20 personas que se animó a cruzar el estrecho de Bering poco antes del final de la era glacial.
El último capítulo, por el momento, en la larga travesía hacia el dominio de todos los rincones del planeta, lo protagonizó en 2003 el Homo floresien-sis, que vivió entre hace 100.000 y 12.000 años en la isla de Flores, en Indonesia. Apodado el "hobbit" por su pequeña estatura y su cráneo diminuto, el floresiensis comparte un ancestro común con los humanos modernos, aunque siguió un camino evolutivo distinto. El principal hallazgo fue un esqueleto que se cree es el de una mujer de unos 30 años de edad que vivió hace unos 18.000 años, con una estatura de alrededor de un metro y un volumen cerebral de solo 380 cm3, pequeño incluso para un chimpancé y menos de un tercio del promedio del sapiens -en torno a 1.400 cm3-. Para complicar aún más las cosas, se han descubierto restos de otros homínidos en la misma isla que remontan la presencia humana hasta los 200.000 años, lo cual deja claro que el ansia exploratoria de los-hombres modernos es tan antigua como nuestra especie.

A través de rústicos dibujos sobre piedra o con los más sofisticados mapas topográficos, el hombre siempre ha llevado el registro de sus itinerarios. Los mapas se han ido perfeccionando con el paso de los siglos, al igual que los instrumentos para la navegación.
Por Juan Antonio Guerrero


Suponemos que los primeros mapas los dibujaron cazadores-recolectores que querían comunicar a otros sus hallazgos o las zonas peligrosas porla presencia de animales feroces o tribus enemigas. El siguiente paso fue el intento de conser-var tales indicaciones, como demuestran algunas pinturas rupestres que representan aldeas y en las que se quieren ver los primeros censos. Para ello utilizaron materiales cada vez más duraderos, y a veces transportables, como los mapas de rejillas de fibras vegetales de los indígenas de las islas Marshall (Micronesia), en que los nudos representaban las islas del archipiélago. Ese tipo de mapas podrían denominarse "utilitarios", pero ya los griegos contaban cómo los egipcios disponían de auténticos mapas cosmogónicos en los que estaban marcados todos los caminos de la Tierra y los límites de los mares y continentes.
Francois Mariette, el célebre egiptólogo francés del siglo XIX, descubrió entre las ruinas de Dra Abu El-Naga -la antigua Tebas-, una serie de inscripciones geográficas del siglo XVII a. C. en las que una colección de símbolos antropomórficos, animales y seres mitológicos están colocados en su situación geográfica. Además, llevan sus correspondientes leyendas aclarando su significado, como los de los mapas turísticos actuales. Se cree que los egipcios disponían también de cartas catastrales, similares a las tablillas de arcilla mesopotá-micas, realizadas con la intención de cobrar impuestos hacia el 2300 a. C.
El paso a materiales más ligeros y fáciles de transportar -aunque lo bastante duraderos como para ser funcionales- se dio en China, en el siglo II a. C., y fue en forma de mapas regionales pintados sobre seda. Mucho más tarde, en la Edad Media, esta técnica daría probablemente origen a la palabra mapa, del latín mappa, que significa tela, por ser ese el material usado para realizarlos.
Fueron los griegos quienes establecieron lasbasesdela cartografía. En la obra de Ptolomeo (100-170) -astrónomo y geógrafo- se sugería por primera vez que los mapas podrían dar información sobre el clima, la población y las características del paisaje. La exactitud de lo representado era importante y, de hecho, nuestros mapas siguen confiando para su elaboración en la geografía matemática que se inició en la Grecia clásica. Hacia el 650 a. C., Tales de Mileto imaginó ya la esfericidad de la Tierra, pero fue Parménides (514-450 a. C.) quien primero la describió, basándose en sus conceptos filosóficos de preferencia por la simetría y el equilibrio, y en la estimación de que, si la esfera era la forma más perfecta del Universo, este mismo y la propia Tierra habían de ser igualmente perfectos.


Una esfera que se puede medir
Aunque parecía poco consistente, esta deducción quedó confirmada algunos siglos después por Aristóteles, quien se apoyó -de manera más científica- en la observación del fenómeno de la aparición y desaparición progresiva de los buques en el horizonte: primero se veían los más tiles y luego el casco de los que llegaban; al revés en el caso de los que se iban. De la misma manera, el que un astrónomo que se desplazaba de norte a sur pudiera observar cómo la Estrella Polar se elevaba en el firmamento, sólo podía explicarse -como en el caso de los barcos- si la superficie de la Tierra era esférica.
Una vez que finalmente fue reconocida como una esfera, muchos de los filósofos se afanaron en el cálculo exacto de sus dimensiones. Eratóstenes de Cirene (275-194 a. C.), director de la Biblioteca de Alejandría, fue un sabio polifacético que, además de excelente atleta, destacó como historiador, poe-tay gramático, además de experto en matemáticas, astronomía y geodesia. Para determinar el radio de la Tierra eligió las ciudades de Alejandría y Siena, que consideraba en el mismo meridiano, y comprobó la diferencia de latitudes mediante un gnomon. Este era un instrumento compuesto de un estilo vertical y un plano circular horizontal, con el cual se determinaba la altura del Sol, según la dirección y longitud de la sombra proyectada por el estilo sobre el círculo. Eratóstenes observó con el gnomon el instante del mediodía, durante el solsticio de verano, y obtuvo un valor próximo a los 7° 12', equivalentes a 1/50 de la circunferencia. Como la distancia entre ambas ciudades era de 5.000 estadios, calculó la longitud de la circunferencia terrestre en 250.000 estadios, aunque redondeó la cifra a 252.000 para que fuera divisible por 360; así, correspondían 700 estadios por grado. Eratóstenes perfeccionó la cartografía al utilizar un sistema de paralelos y meridianos que permitía situar con exactitud cualquier punto en el mapa.
Gracias a los conocimientos que los topógrafos de Alejandro Magno aportaron tras sus campañas asiáticas, el sabio trazó un nuevo mapamundi que mejoraba los ya existentes de Anaximandro y Hecateo al completar el continente asiático, incluyendo India y otras tierras hasta entonces desconocidas.
Sin embargo, aunque los mapas existentes eran de utilidad para los filósofos y, tal vez, para los viajeros por tierra, los marinos necesitaban de algo más práctico que les permitiera orientarse en las grandes extensiones de agua. Encontraron esta ayuda en los periplos, palabra griega equivalente a "navegación alrededor" y que se aplicaba a una suerte de relatos o documentos que contenían las observaciones de otros navegantes anteriores: distancias entre puntos de referencia en la costa -cabos por lo general-, corrientes y vientos dominantes, puertos y fondeaderos donde aprovisionar alimentos y agua, o peligros como bajíos y bancos de arena. Los periplos fueron muy utilizados por los navegantes clásicos, griegos, fenicios y romanos, de la misma forma que los actuales derroteros.
Roma, como potencia militar y comercial que era, requirió de mapas más prácticos, los llamados "itinerarios", que señalaban las rutas que usaban los ejércitos, los comerciantes, los funcionarios y administradores del Imperio, los emigrantes y los peregrinos o viajeros religiosos. Nació, además, en Roma la primera red viaria terrestre que, complementando a los cursos fluviales navegables, se extendió casi hasta los confines de la Tierra conocida. Los itinerarios, como el de los cuatro vasos de Vicarello, con la ruta de Cades (Cádiz) a Roma, cumplían la misma tarea que nuestros actuales mapas de carreteras.






Despejando la oscuridad
Aquellos itinerarios romanos estaban repletos de datos acerca de los lugares de descanso y aprovisionamiento, las llamadas mansiones, las distancias entre ellas y las cabeceras u orígenes de otros caminos o rutas menores. Durante la Edad Media, en Occidente los mapamundi se convirtieron en verdaderos "imagomundi" cristianos, es decir, representaciones icónicas y simbólicas que, como muestra el mapamundi de Ebsdorf (1234), eran a la vez una imagen de laTierra, una lectura de la historia y de las ciencias y una visión religiosa del mundo.
Por su parte, en el Islam se retoman los trabajos griegos y sus mapas representaron de nuevo el mundo en la tradición de Ptolomeo, aunque su centro era ahora La Meca. En el siglo XII, el geógrafo hispa-nomusulmán Al-Idrisi -nacido en Ceuta de familia malagueña- elaboró mapas para el rey normando Rogelio II de Sicilia, la Tabla Rogeriana, en los que se resumía todo el saber geográfico de su época. Aunque sus mapas tenían forma de disco y el norte se situaba en la parte inferior, Al-Idrisi sostenía que era una forma de representar la esfera terrestre.
Los conocimientos astronómicos y la difusión de la brújula incrementaron en esta época la navegación marítima, y una nueva representación cartográfica comenzó a abrirse paso a partir del siglo XIII. Los navegantes mediterráneos, entre los que destacaban mallorquines y catalanes, elaboraban unos mapas, llamados "portulanos", que detallaban las costas y los puertos y no contenían meridianos o paralelos. Muchos consideran estos mapas como las primeras cartas náuticas.
Los marinos, para la navegación de cabotaje precisaban solo de dos instrumentos: la sonda -un cordel con lastre que permitía determinar la profundidad- y el escandallo -que recogía pequeñas muestras del fondo-. Para el cálculo de la velocidad bastaba la corredera, un simple rollo de cuerda con nudos espaciados a distancia regular con un flotador o barquilla en el extremo al que la resistencia del agua hacía desenrollar. El marino que la lanzaba gritaba "¡marca!" cuando el primer nudo se sumergía. En aquel momento, el patrón daba la vuelta a la ampolleta -dos botellas de vidrio con arena en su inte-rior-y la caída de su contenido daba una estimación regular del tiempo. De ahí que todavía la velocidad de los buques se mida en "nudos".



Dimensiones reales
Para reconocer la dirección del viento se idearon las rosas náuticas, círculos divididos en rumbos -cuatro puntos cardinales, cuatro laterales, ocho vientos principales y otros ocho colaterales-, cuyo empleo está documentado desde el siglo XVI.
Para la navegación de altura se usaban los astrolabios o buscadores de estrellas, viejos instrumentos griegos para la astronomía que fueron olvidados hasta que los árabes los rescataron. Permitían calcular la latitud y la hora -un dato importante para el rezo- y medir distancias por triangulación. A finales del siglo XV y principios del XVI, los grandes navegantes españoles y portugueses aumentaron considerablemente los conocimientos geográficos.
En 1507, el mapa de Martin Waldseemüller, un geógrafo alemán, fue el primero en designar con el nombre de América a las tierras recién descubiertas, en reconocimiento ala labor del comerciante y navegante florentino Américo Vespucio, instalado en Sevilla, que había acompañado a Colón en sus viajes. El de Waldseemüller fue también el primer mapa en el que se separaba con claridad América de Asia. Vespucio había sido el primero en percibir que las nuevas tierras eran un continente, y tanto él como Solís, Pinzón y Juan de la Cosa contribuyeron con sus expediciones al trazado de los primeros mapas del continente americano.
El mundo comenzaba ya a representarse en su forma y proporciones verdaderas, y el primer atlas moderno, el Orbis Terrarum, apareció en 1570 debido al flamenco Abraham Ortelius. Sin embargo, el cartógrafo más influyente de su época fue Gerardus Mercator, debido a que su sistema de proyección -la forma geométrica por la que se representa una esfera sobre una superficie plana-resultó muy adecuado para los mapas de navegación. La razón es que permitió trazar rutas de rumbo constante como simples líneas rectas. Un año después de su muerte se publicó su gran libro de mapas del mundo, al que él denominó "Atlas" en honor al gigante de la mitología griega que sostenía la bóveda celeste.
La precisión de las cartas posteriores aumentó gracias a las determinaciones más exactas de la latitud y longitud y a los cálculos sobre el tamaño y forma de la Tierra. Los primeros mapas en los que aparecían ángulos de declinación magnética y aquellos en los que se mostraban las corrientes oceánicas se realizaron en la primera mitad del siglo XVII, época en la que se establecieron ya los principios científicos de la cartografía y en la que las mayores inexactitudes quedaron limitadas a zonas sin explorar.
Durante los siglos XVIII y XIX se mejoró de modo considerable el conocimiento de las zonas inexploradas, mientras los instrumentos astronómicos y el avance científico permitieron una mayor precisión en la cartografía. Se desarrollaron también las llamadas "ayudas a la navegación" con la proliferación de estaciones luminosas, los faros, situadas de manera que facultaran una localización concisa a larga distancia, durante la noche o con mal tiempo, mediante destellos de luz intermitentes y cifrados. La señalización de los estuarios, canales y zonas peligrosas mejoró constantemente utilizando boyas luminosas o acústicas. En tierra, las redes ferroviarias y las de carreteras aumentaron de forma progresiva y se hizo necesaria la confección de planos y mapas.


Buscando caminos en el cielo
Por otro lado, los grandes conflictos estimularon la producción de cartas de Europa y América en escalas grandes, que se extendieron luego a África y Oceanía durante la expansión colonial.
Finalmente, en el siglo XX, la aparición del aeroplano hizo necesario un nuevo tipo de cartas, las de navegación aérea, y de novedosos itinerarios: las cartas de aproximación y salida. Eran célebres las Jeppesen, que inicialmente fueron cuadernos en los que el piloto americano El rey B. Jeppesen anotaba las particularidades de cada aeropuerto que visitaba. Hasta los años 30, la navegación aérea continuó realizándose prácticamente con los mistaos instrumentos que la marítima: visual, siguiendo las referencias en tierra, a estima, y mediante la observación astronómica con sextantes. Sin embargo, la mayor innovación fue la incorporación de la radio y de los radiofaros, radiobalizas y radioayu-das, estas últimas basadas en la detección a bordo del rumbo y distancia a las emisoras. Algunas de estas llegaron a extenderse casi por todo el globo, como las cadenas de estaciones LORAN y TACAN.
La aviación introdujo además en la cartografía la fotografía y la fotogrametría aéreas, que permitieron -al mejorar de modo gradual los métodos y la resolución de las cámaras- grandes avances. Sin embargo, fue la aparición de los satélites artificiales, en la segunda mitad del siglo XX, lo que por fin posibilitó describir en detalle bs zonas terrestres más inaccesibles.
En la actualidad, los sistemas de posicionamiento por satélite como el estadounidense GPS y el ruso GLONASS -a los que se unirá en 2015 el europeo Galileo- ayudan a realizar una navegación muy precisa en cualquier lugar de la Tierra. Esto se logra mediante los receptores adecuados, cada vez más fiables y baratos. En cartografía, además, la informática y el rayo láser han permitido poner en marcha los sistemas inerciales y las mediciones del SPS (Sistema de Posicionamiento Espacial), que los combina con la inmensurable información captada por las imágenes digitales.


Exploradores tartésicos, fenicios y griegos
Los primeros navegantes de la historia
Los primeros viajeros que osaron desafiar mitos y supersticiones, asumieron riesgos de todo tipo y vencieron la tentación de quedarse al abrigo de lo conocido. Gracias a su arrojo adquirieron nuevos saberes, hallaron tesoros y descubrieron que existían seres humanos muy diferentes.

Por Bernardo Souvirón



Vivimos en un planeta que no deja de moverse; que transita a través de una ruta fijada por fuerzas extrañas que, solo recientemente, nos ha sido dado comprender. Vivimos en un planeta viajero que va dejando su rastro en el cielo, un lugar aparentemente desordenado, caótico, observado noche tras noche por los ojos de muchos hombres deseosos de comprender el mundo en que vivían.
Buena parte de esos hombres curiosos advirtieron muy pronto que en el viaje, en la contemplación de tierras y mares desconocidos, se encerraba buena parte de las incógnitas que habrían de hacer nuestro mundo comprensible. Esos primeros viajeros, asumiendo todo riesgo imaginable y desafiando cuentos y leyendas que invitaban a permanecer en los viejos y estrechos límites de lo conocido, hicieron los primeros mapas; descubrieron que había formas distintas de seres humanos; se plantearon por primera vez la necesidad de convivir con hombres que creían en otros dioses y tenían otros sueños, y nos mostraron las nuevas rutas del conocimiento, embarcándonos en una aventura que va más allá del espacio y del tiempo.
La llamada Edad del Bronce (desde 3500 a. C. hasta el año 1000 a. C., aproximadamente) fue posible gracias a la aparición de una tecnología que permitió la aleación del cobre y el estaño. El cobre abunda en el Mediterráneo, pero el estaño es un producto difícil de encontrar en esa zona geográfica, por lo que era necesario traerlo de los lugares en que se encontraba. Según las fuentes antiguas, sobre todo griegas, el estaño se hallaba en las "islas del estaño" o Casitérides (del griego kassíteros "estaño").
La historiografía moderna identifica las islas Casitérides con las Británicas o, en general, con lugares situados en el golfo de Vizcaya, entre Finisterre y la Pointe du Raz, el punto más occidental de Francia, en la actual Bretaña. De allí provenía el estaño que entraba en el Mediterráneo para, aleado con el cobre, alimentar la floreciente industria del bronce.
Tras las columnas de Hércules Sabemos que los fenicios, los más eficientes navegantes, introducían el estaño en el Mediterráneo utilizando sus eficaces naves mercantes para distribuirlo por los lugares en los que la tecnología hacía posible su aleación con el cobre. Esta actividad debió ser muy rentable para los experimentados comerciantes fenicios, hasta el punto de que pusieron en circulación toda una serie de leyendas que hacían del estrecho de Gibraltar, las famosas columnas de Melkart-(la divinidad fenicia proveniente de la ciu­dad de Tiro, metrópoli de Cádiz), más tarde conoci­das como de Heracles o Hércules-, poco menos que el último lugar de la tierra, la puerta hacia mundos imposibles en los que el océano se desplomaba en un abismo insondable.
Sin embargo, difícilmente naves fenicias hubie­ran podido hacer la travesía desde el promontorio sagrado (actual cabo San Vicente) hasta las islas Ca-sitérides. La razón es que estaban dotadas de una sola vela cuadrada, con la que resulta casi imposi­ble remontar la costa de Portugal, librar Finisterre y adentrarse por las peligrosísimas aguas del gol­fo de Bretaña, que se convierten en una auténtica ratonera cuando el viento sopla del noroeste. Las velas cuadradas resultan en esas condiciones casi inútiles, pues no son capaces de hacer que un barco ciña, es decir, que navegue contra el viento.
Pues bien, si los barcos fenicios solo introducían el estaño en el Mediterráneo desde la zona de Cádiz (ciudad fundada por Tiro en el año 1100 a. C.), ¿qué naves podían enfrentarse con las peligrosísimas costas de Portugal, librar Finisterre y adentrarse con éxito en las duras y traicioneras aguas del gol­fo de Bretaña? La respuesta es fundamental para entender esta época decisiva de la historia antigua y el marco, a su vez, de una asombrosa (e ignorada) historia de viajeros y descubridores. Es la historia de un pueblo que hizo de sus naves su razón de ser y del mar su patria.



En este punto entra de lleno el relato homérico de la Odisea. Buena parte de la obra se desarrolla en la isla de Esquena, lugar donde habita un pueblo misterioso: los feacios. Allí llega Ulises procedente de la isla de Ogigia, la paradisiaca morada de la ninfa Calipso, después de veinte días de navegación con rumbo este.


Ogigia, Esquena, feacios...
El tiempo que dura la travesía de Ulises y el rumbo que sigue son dos datos de gran importancia, que Hornero repite en varios pasajes de los cantos V, VI y VIL Durante su estancia en el país de los feacios, invitado por el rey Alcínoo, escucha por primera vez el relato de los sucesos de Troya, especial­mente el episodio del caballo, de labios del aedo Demódoco, y no puede contener la emoción: sus ojos se llenan de lágrimas a pesar de su esfuerzo por evitarlas. Alcínoo, que está cerca de él, se da cuenta, ordena al aedo que cese de cantary pide a su huésped que revele por fin su identidad.
Ogigia, Esqueria, feacios... son nombres que la mayor parte de los estudiosos han tomado como simple producto de la fantasía del autor de la Odisea. Honestamente, Hornero nos ha revelado demasiadas cosas, nos ha guiado con demasiada precisión como para creer que sus relatos son producto de la fantasía. Personalmente dudo mucho que ni Hornero ni sus contemporáneos tuvieran la posibilidad de fantasear, es decir, de inventar sin más esos nombres que realmente estaban situados muy lejos de su mundo, en el extremo occidente. La fantasía es un lujo al alcance de quienes tienen ya un sistema, del tipo que sea, tan sólidamente constituido que les permite precisamente fantasear en relación con él. Y este no parece ser el caso de Hornero.



Por el contrario, Hornero utiliza nombres aparentemente inventados para describir pueblos y lugares que están al otro lado de su mundo, quizá porque sigue tradiciones que, desdichadamente, nosotros hemos perdido. Para que el lector se haga una idea, es como si alguien dijera que ha viajado a Taprobane. ¿Sería justificado decir que es un nombre inventado solo porque no sabemos que ese topónimo pertenece a una tradición diferente de la nuestra, que ha utilizado el término Ceilán y, actualmente, Sri Lanka, para designar el mismo lugar? Y, si estoy en lo cierto al suponer que Esqueria o feacios son topónimos homéricos que la tradición posterior ha sustituido por otros, ¿cuáles son esos nombres?
Para intentar averiguarlo debemos empezar por saber qué dice Hornero de la situación de Esqueria, la isla de los feacios. Poco antes de que Nausícaa, la hija del rey Alcínoo, encuentre a Ulises medio muerto en la playa, les dice a sus siervas:" No existe mortal [...] ni llegará a nacer (...) quien llegue con ánimo hostil al país de los feacios, pues somos amados por los inmortales y vivimos lejos, dentro del mar de agitadas olas, muy apartados, y ningún otro de los mortales tiene relación con nosotros".
Subrayo cómo la propia Nausícaa enfatiza la lejanía de Esqueria.'Mas, poco después, cuando ya ha encontrado a Ulises, vuelve a insistir sobre este hecho al pedirle que camine apartado de ella, no vaya a ser que alguien, al verlos juntos, murmure diciendo: "¿Quién es ese fuerte y hermoso extranjero que sigue a Nausícaa? ¿Dónde lo encontró? (...) Acaso lo recogió, extraviado, de alguna nave de hombres lejanos, pues nadie vive cerca de nosotros". La característica más señalada es la lejanía. Lejanía, obviamente, del mundo de Hornero, es decir, del mundo egeo. Si admitimos las indicaciones del autor de la Odisea, Ulises se encuentra en el extremo occidental del Mediterráneo, y no dando vueltas, perdido, por el mar Egeo o por las costas de Sicilia.
El lector se preguntará qué isla, a la que Hornero llama Esqueria, puede haber cerca del extremo occidental del Mediterráneo. Según el mapa del cartógrafo Abraham Cresques, el Guadalquivir sale al mar por dos bocas, formando una isla justo en la desembocaduray otra más abajo. No puedo explicar aquí la influencia de los ríos en los cambios de las líneas de costa; solo pretendo dejar constancia de que un mapa realizado tres mil años después de que ocurrieran los sucesos descritos por Hornero, cartografía dos islas justo en la desembocadura del río Tartesos, es decir, el Guadalquivir. Y no es el único que lo hace. Pero creo que el propio Hornero nos precisa todavía más.
Ulises ha arribado al país de los feacios procedente de la isla de Ogigia, hogar de Calipso. Hornero nos informa que tardó 20 días en llegar, navegando siempre hacia el este,"pues le había ordenado Calipso [...] que navegase teniendo siempre la osa a mano izquierda". Evidentemente, navegar con la estrella polar a la izquierda supone mantener un rumbo este o, lo que es lo mismo, venir desde occidente.


El fuerte viento del norte
La pregunta es clara: el país de los feacios está en el extremo occidente del Mediterráneo y Ulises llega a él partiendo desde Ogigia, un lugar que está todavía más al oeste. Pero ¿dónde está ese lugar? La respuesta es evidente, aunque perturbadora: Ogigia está en el Atlántico.
El topónimo Esqueria y el gentilicio feacios solo pueden encubrir, respectivamente, los nombres de Tartesos y sus habitantes, los tartesios. Solo ese lugar cuadra con todos los datos (de los que, en un artículo como este, solo es posible mencionar algunos) que nos proporciona Hornero. Ahora bien, si el país de los feacios es Tartesos, ¿qué se esconde bajo el nombre de Ogigia? Miren un mapa y verán que solo hay una respuesta posible: Azores. Y es una respuesta cargada de sentido.
Cualquier nave que después de librar el cabo S. Vicente intentara remontar la costa de Portugal con la intención de dirigirse a las Casitérides en busca de estaño, podía encontrarse con viento del norte. En tales condiciones, la navegación hacia el norte, en busca de Finisterre, obligaría a las naves a desviarse hacia el oeste para encontrar un ángulo de viento más favorable, pues la costa de Portugal impide maniobrar hacia el este. Es muy posible que, con el viento del norte entablado, las naves llegaran a las islas Azores por casualidad (como tantas otras naves de todas las épocas), encontrando así una base fundamental de cara a la navegación hacia las islas Casitérides. No una base logística, sino más que eso, pues la posición de las Azores podía permitir a las naves que viajaban en busca del estaño establecer un triángulo de navegación (S. Vicente-Azores-Finisterre) que posibilitara a esos esforzados navegantes evitar el obstáculo insalvable de un viento del norte persistente y remontarla costa de Portugal para poder llegar al lugar donde se encontraba el estaño. Pocos especialistas dudan hoy de que los fenicios llegaron a las islas Azores, pues cada vez hay más evidencias de su presencia.
Ahora bien, llegados a este punto es importante hacer las preguntas decisivas. En efecto, antes de que los fenicios se establecieran en el sur de la península Ibérica, ¿quiénes se atrevían a internarse en el Atlántico? ¿Qué naves eran capaces de hacer tales singladuras? ¿Quiénes traían el estaño desde las islas Casitérides para que los fenicios pudieran introducirlo en el Mediterráneo desde Cádiz? La respuesta, de nuevo, parece clara: los tartesios, y de nuevo Hornero puede orientarnos.


El vértice de dos mundos
De las naves feacias se dice que "son tan veloces como las alas o el pensamiento", o que están ti-tysfeómenai/resí, es decir, "dotadas de inteligencia". Alcínoo se ve en la obligación de explicárselo a Ulises, y añade: "No hay pilotos entre los feacios ni ninguna clase de timón [...] Nuestras naves conocen las reflexiones y los pensamientos de los hombres. [...] Recorren rápidamente los abismos del mar incluso cuando están cubiertas por nubes o por niebla, y no tienen miedo ni de sufrir daño ni de perderse. Yo he oído decir a mi padre [...] que Poseidón estaba celoso de nosotros porque acompañamos a todos indemnes. Decía que algún día destruiría en el nebuloso mar una (...) nave de los feacios [...] y nos bloquearía la ciudad con un gran monte." El pasaje es verdaderamente perturbador pues, a pesar de que Alcínoo puede exagerar al resaltar las virtudes de sus naves, ningún otro texto de la literatura antigua habla en estos términos. Así pues, estas debieron ser las naves que navegaron hacia las lejanas islas Casitérides en busca de un producto que marcó buena parte de la historia antigua: el estaño. Los marinos deTartesos enseñaron, a bordo de sus impresionantes naves (las "naves de Tarsis" de los textos bíblicos), el camino y la técnica de navegación en las aguas atlánticas a los fenicios, especialmente a los habitantes de Tiro que, decididos a seguir lucrando gracias al tráfico del estaño, se establecieron en Cádiz y "cerraron" las columnas de Melkart a toda nave que no fuera suya.
Tartesos se convirtió así en el vértice de dos mundos: uno atlántico, cuyos protagonistas vivían en una isla lejana a la que Hornero llama Esqueria; otro mediterráneo, protagonizado por los fenicios. Ambos mundos estaban fijados a través de una ruta, la del estaño, establecida desde los albores de la Edad del Bronce, a través de la cual Ulises, presionado por los acontecimientos que se desarrollaron después de la caída de Troya (la destructiva irrupción de los llamados "pueblos del mar"), se vio obligado a navegar lejos de su patria. Ulises el astuto, el prototipo del hombre inteligente, nunca se perdió. Más bien se han perdido quienes, en un alarde de falta de respeto con el señor de ítaca, han considerado que los feacios habitaban en la isla de Corcira, la actual Corfú.

En efecto, muchos estudiosos modernos, basándose quizá en un texto de Tucídides, han situado el país de los feacios en la isla de Corcira. Mas ¿cómo es posible que Ulises, el navegante más perspicaz e inteligente, desconociera la existencia de un pueblo que se encontraba a un solo día de navegación desde su patria? Decir que la isla de Corcira es el país de los feacios es el mejor ejemplo de geografía fantástica. La Odisea es el reflejo literario de todo un hito en la historia de los viajes de descubrimiento. Y no solo porque nos ayuda a comprender lo que pasó, sino porque es una auténtica guía, un mapa que nos orienta a través de un mundo sin el que la Edad del Bronce solo podría entenderse de una manera incompleta. La etapa principal del viaje de Ulises tuvo lugar en el lejano oeste, en unas tierras que nosotros conocemos con el nombre de Tartesos.

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