sábado, 12 de enero de 2013

LA BIBLIA - VII PARTE: Amor, sexo y pasión en la Biblia



  • LA BIBLIA - I PARTE: Mucho más que un libro sagrado
  • LA BIBLIA - II PARTE: Los escenarios bíblicos
  • LA BIBLIA - III PARTE: Tierras y hombres de Israel
  • LA BIBLIA - IV PARTE: Un libro de libros
  • LA BIBLIA - V PARTE: Las huellas arqueológicas de la Biblia
  • LA BIBLIA - VI PARTE: Los 7 mitos del libro sagrado 
  • LA BIBLIA - VII PARTE: Amor, sexo y pasión en la Biblia
  • LA BIBLIA - VIII PARTE: La vida cotidiana en Jerusalén 
  • LA BIBLIA - IX PARTE: Los adversarios bíblicos de Israel 
  • LA BIBLIA - X PARTE: Héroes y heroínas de la Biblia
  • LA BIBLIA - XI PARTE: La Biblia y los inicios del cristianismo

  • LA BIBLIA - VII PARTE:
    AMOR, SEXO Y PASIÓN EN LA BIBLIA
    Pecados originales


    El libro más sagrado contiene numerosas narraciones protagonizadas por deseos y pasiones de carácter muy humano.
    Por Lorena Miralles Macía, profesora de Filología Hebrea, Universidad de Granada.




    La Biblia, concebida durante milenios como palabra de Dios, habla sin embargo en la lengua de los hombres. Y en ella están descritas algunas de las más altas y bajas pasiones de toda la historia de la humanidad. El amor, el deseo y el sexo son temas recurrentes en uno de los bestsellers más aclamados de la literatura universal. En este peculiar recorrido por la Biblia abordaremos algunas de las escenas más sugerentes de un imaginario que, con el tiempo, se convirtió en un catálogo ético y moral de modelos a imitar o evitar, así como en fuente de inspiración literaria y artística, cuyos tópicos no han perdido un ápice de actualidad ni en sus interpretaciones religiosas ni en sus lecturas más mundanas. Nuestro viaje, como no podía ser de otro modo, comienza en los orígenes míticos del hombre, en el preciso instante en que Eva y Adán gustaron del fruto prohibido.

    La pérdida del jardín. 

    Según el libro del Génesis, los padres de la humanidad habitaban en el Jardín del Edén que Dios les había entregado para su disfrute. La única restricción que les impuso fue que se abstuvieran de comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. La continuación del relato es umversalmente conocida: la serpiente persuade a la mujer para que lo pruebe, tentándola con la idea de lograr sabiduría, y cuando ésta ve que su fruto es apetecible, también se lo ofrece a su marido. En ese mismo instante "se les abrieron los ojos a ambos y se apercibieron de que estaban desnudos" (Génesis 3,7), por lo que deciden cubrir su cuerpo con un ceñidor de hojas de higuera. Es precisamente su recién adquirido pudor el que los delata ante la divinidad. Las consecuencias por su desobediencia no se hacen esperar: Dios los expulsa del paraíso, maldiciéndolos con penalidades y sufrimientos hasta el momento desconocidos (el duro trabajo, los dolores del parto, la muerte, etc.), entre los que se encuentra el apetito sexual. Dirigiéndose a la mujer, le dice expresamente: "Para tu marido será tu deseo y él te dominará" (Gn 3,16).

    Conocer es consumar.

    Después de la expulsión del Edén, el Génesis afirma que Adán "conoció a Eva" y ésta dio a luz a Caín, su primogénito (Gn 4,l). En el lenguaje bíblico el verbo "conocer" tiene también la acepción de consumar el acto sexual, de tal manera que el autor sitúa el primer coito de la humanidad fuera del paraíso. Así pues, la tradición hebrea explica la aparición en el mundo del decoro, de la lujuria y del sexo como consecuencia del llamado pecado original, identificando tales sentimientos y apetencias con un legado nefasto. Esta misma concepción de dicho episodio es la que muchos siglos después adoptaría el cristianismo, culpando a Adán de tal herencia: "... por un hombre entró el pecado en el mundo..." (Romanos 5,12).


    Poligamia patriarcal. 

    Desde que la pasión y el sexo surgieron en el mundo, los varones bíblicos conocerían a sus esposas, esclavas y concubinas. En los relatos patriarcales -las sagas de Abraham, Isaac y Jacob/Israel- podemos apreciar cómo se van perfilando modelos diferentes de relacionarse y conocerse, de establecer nuevos núcleos familiares y de abordar el encuentro sexual. La práctica habitual para cumplir con el mandato divino del "sed fecundos y multiplicaos" (Gn 1,22) era la poligamia, a la que se le sumaba la costumbre de integrar a las esclavas en este proceso. Por ejemplo, si la señora no lograba concebir, ésta le ofrecía una sierva a su marido para asegurar su descendencia, como sucede con Sara, que le entrega su esclava egipcia a Abraham (Gn 16). Con el nacimiento de los hijos una esposa legitimaba su lugar en el seno familiar, según pone de manifiesto la competición que se establece entre las dos hermanas esposas de Jacob: los celos de Raquel no surgen por compartir a su marido con su hermana mayor, Lea, sino porque ésta es fértil, mientras que ella no queda encinta. Raquel llega incluso a responsabilizar a Jacob de su desgracia: "Dame hijos o, si no, me muero" (Gn 30,l). Una vez que consigue su maternidad mediante su esclava Bilhá, entonces Lea se empeña en superar a su hermana en número de hijos e implica a su sierva Zilpá, que comienza a engendrar con Jacob. Ante tal reto, Raquel negocia con su hermana el intercambio de un remedio contra la esterilidad -unas mandragoras- a cambio de una noche con su esposo. Cuando se presenta Jacob, le requiere Lea: "Has de venir conmigo, porque he pagado tu alquiler con las mandragoras de mi hijo" (Gn 30,16). ¿Es acaso el sexo una mera transacción en el marco del matrimonio para poder procrear?, ¿dónde queda entonces el amor?

    El amor también se deja ver en estos relatos. El propio Jacob se muestra como un hombre dispuesto a soportar duras imposiciones para conseguir a Raquel. Por el profundo amor que le profesa, Jacob sirve a Labán -su tío y, a la vez, padre de la muchacha- durante siete años a cambio de que le entregue a su hija como esposa. Pasados los siete años, tras la noche nupcial Jacob se da cuenta de que ha sido engañado por Labán y en realidad se ha desposado con Lea. Para poder hacer suya a Raquel habrá de soportar otros siete años al servicio de su tío (Gn 29); es decir, catorce años a la espera de adquirir el derecho a consumar su amor.
    La Biblia tampoco es ajena a las inseguridades que pueden surgir dentro de una pareja madura a la hora de mantener una relación sexual. La descendencia de Abraham y Sara tiene su origen en el nacimiento de un hijo en una edad muy avanzada. El nombre de dicho hijo, Isaac (en hebreo: Yitsjaq), responde a la reacción de sus padres cuando Dios anuncia la buena nueva: Abraham "se rió" (yitsjaq), aludiendo a sus cien años de edad y a los noventa de su mujer (Gn 17,17), y Sara "se rió (titsjaq) para sus adentros" (18,12). Ambos comparten su incredulidad ante la posibilidad de concebir un hijo. Sin embargo, a Sara no sólo le resulta inverosímil esta idea porque, como apunta el texto, la regla ya se le había retirado (18,11), sino por su posible falta de apetito sexual y la ausencia de vigor de su marido. Sara pensó: "Ahora que estoy ajada, ¿tendré placer siendo mi marido viejo?" (18,12).


    Apetitos desmedidos.

    La Biblia establece los límites de la sexualidad, determinando mediante prohibiciones cuáles son las prácticas ilícitas: el adulterio, la homosexualidad, la zoofilia, el incesto y la violación, entre otras (Levítico 18-20). Para todas ellas tiene reservado un castigo (la muerte, la exclusión, un pago estipulado, etc.) o, en caso de sospecha, un ritual específico (como el de la ordalía de los celos de la sospechosa de adulterio, de Números 5,11-31).
    Esta normativa se ilustra además en episodios concretos. Una de estas narraciones describe el rapto de Dina, hija de Lea y Jacob, a la que Siquén, hijo del príncipe jeveo Jamor, "agarró, se acostó con ella y violó" (Gn 34,2). Cometida la afrenta, Siquén experimenta un enamoramiento tan enajenador, que está dispuesto a pagar cualquier dote por la muchacha. Con el fin de que su hijo consiga su objeto de deseo, Jamor les propone a los hermanos de Dina que sus gentes emparenten mediante uniones conyugales. Como condición, éstos exigen la circuncisión de todos sus varones. Sin embargo, lejos de quedar zanjado el tema, Simeón y Leví, dos de los hermanos, deciden vengar el ultraje: mientras los lugareños todavía se encuentran convalecientes por la operación a la que se han sometido, entran en la ciudad y a filo de espada los matan a todos.
    En el segundo libro de Samuel (capítulo 13), la Biblia nos ha transmitido el relato de otra violación, cuya gravedad se acentúa todavía más al tratarse de una hermana. Amnón, hijo del rey David, se prendó de su hermana Jamar. Con el propósito de forzarla, fingió estar enfermo y le pidió a su padre que la enviara para darle de comer. Al llegar al lecho, Amnón no sólo la despojó de su virginidad, sino que de inmediato la echó de sus aposentos, cometiendo así una segunda falta por no asumir las consecuencias de su acción. La venganza la gestaría Absalón, otro de los hijos de David, a fuego lento: dos años más tarde, Absalón mandó preparar un banquete en el que Amnón sería asesinado por sus criados.
    Otro incidente dentro de la familia patriarcal es el incesto de Rubén con Bilhá, la concubina de su padre Jacob/Israel (Gn 35,21-22). El castigo de Rubén lo revela Jacob en su lecho de muerte: su hijo perderá la primogenitura por haber profanado su tálamo (Gn 49,3-4).
    Uno de los incestos más famosos de la antigüedad -y que más trascendencia ha tenido en las manifestaciones artísticas- es probablemente el episodio de Lot y sus hijas (Gn 19,30-38). Después de la destrucción de So-doma y Gomorra y de la pérdida de su mujer, Lot y sus dos hijas se instalan en una cueva. Ante el temor de no hallar con quién concebir, las hermanas embriagan a su padre con vino a ñn de yacer con él. Primero la mayor y, al día siguiente, la menor. En las dos ocasiones el texto bíblico pone de relieve que Lot no fue consciente de las maquinaciones de sus hijas, dejando clara su inocencia. Sus vientres gestarían a Moab y Ben-Ammí, cuyos descendientes serían los moabitas y amonitas, raleas aborrecibles para el pueblo de Israel.

    Actitudes ejemplares. 

    En la Biblia también encontramos personajes cuya determinación los convierte en figuras modélicas. Entre ellos destaca José, uno de los hijos pequeños de Jacob/ Israel. Vendido como esclavo por sus hermanos en Egipto, entra al servicio de Putifar, cuya mujer arderá en deseos por él. Su petición, en efecto, no puede ser más explícita: "Acuéstate conmigo", le solicita al muchacho (Gn 39,7). Aunque ésta despliega todos sus encantos de seductora, José la rechaza enérgicamente con un doble argumento: su fidelidad para con su señor y hacia su Dios. En este punto el relato adquiere tintes de vodevil: cierto día en que no había nadie en la casa, ella lo acosó de tal manera que, en su huida, le arrancó las ropas. El despecho la condujo a acusarlo ante Putifar de haber intentado abusar de ella y José termina con sus huesos en la cárcel (Gn 39,7-20). ¡No tema el lector por el destino de José! Su inteligencia, sus dotes y su buen hacer lo convertirían después en visir de Egipto.
    En otras ocasiones, una conducta virtuosa no depende de la castidad, sino de todo lo contrario. La historia de Tamar y Judá es un buen ejemplo (Gn 38). Judá, hijo de Jacob/Israel, desposa a su primogénito con Tamar. Al morir éste sin descendencia, Judá le pide a su segundo hijo que se case con Tamar para ejercer su obligación como cuñado -cumpliendo así con la "ley del levirato" (Deuteronomio 25,5-6): un hombre ha de tomar por mujer a su cuñada si su hermano muere sin descendencia, de modo que con su primer hijo se perpetúe el nombre del difunto en Israel-. Aunque éste la desposa y se acuesta con ella, evita eyacular dentro de Tamar, pues es consciente de que el vastago no va a ser suyo. Por este motivo, Dios lo castiga con la muerte. Judá le propone entonces a Tamar que viva como viuda en casa de su padre hasta que su tercer hijo crezca. Reacio a la idea de un nuevo matrimonio en su familia con Tamar, deja que pase el tiempo. ¿Cómo se las ingenia Tamar? Se disfraza de prostituta, se cubre el rostro y sale al camino a la espera de que pase Judá. A cambio de un cabrito, Tamar se acuesta con su suegro y, para asegurarse el pago, ésta le pide que entretanto le deje como prenda su sello, su cordón y su bastón. A los tres meses le llegan a Judá noticias del embarazo de Tamar. Indignado, ordena que la quemen, pero rápidamente ella le envía recado con sus objetos: "Estoy embarazada del hombre a quien pertenece esto". Judá reconoce su injusticia por no haberle dado a su hijo como esposo. Tamar consigue, en definitiva, salvar su vida y engendrar a dos mellizos con la parentela de su primer marido.


    La importancia de la estirpe. 

    El libro de Ruth nos cuenta la historia de una heroína poco convencional en tiempos de los jueces de Israel. Después de enviudar, Ruth la moabita decide acompañar a su suegra Noemí de vuelta a su patria, Belén de Judá. Para que ambas pudieran subsistir, Ruth se dedica -según es derecho de los pobres- a espigar por los campos. Su suerte la lleva a la parcela de Booz, un pariente de su marido ya entrado en años. Al enterarse Noemí de la buena disposición de éste para con su nuera, ve la oportunidad de que Ruth se despose con un familiar. Le aconseja que, acicalada para la ocasión, baje a la era donde está Booz y que, una vez haya comido y bebido y esté acostado su suegro, se acurruque a sus pies, pues "él te dirá lo que has de hacer" (Ruth 3,4). La imagen de la muchacha aguardando a que éste perciba su presencia y extienda el borde de su manto -gesto con el que indicaría que la desposa- despierta una enorme ternura. Booz se asombra de su lealtad por querer entregarse a un hombre mucho mayor que ella para perpetuar la estirpe. No obstante, en vez de dejarse llevar por el momento, despide a la muchacha, pues desea asegurarse de que el pariente a quien le corresponde primero el matrimonio con ella renuncie públicamente a ejercer su derecho. Resuelto ya el problema legal, Booz finalmente toma por mujer a Ruth y de esta unión nace un hijo.

    Perfidia de amor. 

    La Biblia también nos descubre intrigas dignas de una tragedia clásica, como la de Sansón y Dalila, Judith y Holofernes o David y Betsabé. Entre los Jueces de Israel destaca la figura de Sansón, un nazareo -consagrado a Dios- cuya fuerza descomunal reside en su cabellera. La traición de Dalila, una filistea de la que se encapricha, lo conduce a la pérdida de su vigor e incluso a la muerte. Confabulada con los príncipes de los filisteos, Dalila intenta sonsacarle a Sansón cuál es la fuente de su potencia. Después de varios intentos, le recrimina: "Aunque dices 'te amo', tu corazón no está conmigo". Gracias a sus dotes persuasorias, Sansón acaba confesándole la verdad: "Si fuera rasurado, mi fuerza me abandonaría". Mientras él duerme sobre sus rodillas, Dalila se apresura a llamar a un hombre para que le corte su cabellera y los filisteos puedan apresarlo, despojado ya de su poder y humillado por su amante (Jueces 16).
    Otra famosa traición es la de Judith, una hermosa viuda hebrea que durante el asedio a la ciudad de Betu-lia seduce a Holofernes, el general de Nabucodonosor, con sus encantos e inteligencia. Cuando Judith entra en el banquete de Holofernes, éste queda prendado de su belleza, experimentando un ardiente deseo de yacer con ella. Al quedarse solos en la tienda, Judith aprovecha la embriaguez de Holofernes para agarrar su cabeza por el pelo y degollarlo (Judith 12-13). Su decapitación provoca tal turbación en el campamento que todos salen huyendo sin orden ni concierto, ocasión de la que se sirven los israelitas para abalanzarse sobre sus enemigos.
    Ni siquiera los garantes de la justicia se libran de actuar impropiamente cuando de amor se trata. Entre las grandes intrigas bíblicas se encuentra la conspiración del rey David para deshacerse de Urías, el hitita, y tomar por esposa a su mujer, Betsabé. El segundo libro de Samuel describe el momento exacto en que se enciende la pasión del rey: "Una tarde se levantó David de su lecho y, mientras se paseaba por el terrado del palacio, vio desde el mismo a una mujer bañándose, que era de muy hermosa figura" (11,2).

    Lujuria e idolatría. 

    David ordena que se la traigan y se acuesta con ella; al cabo de un tiempo, la mujer le hace saber que está encinta. Con la intención de terminar con la vida de Urías, le envía una carta a su hombre de confianza donde le pide que ponga al hitita en primera línea de batalla. Con su muerte Betsabé quedaría libre para contraer nuevas nupcias. Si bien David consigue su propósito, su pecado no queda impune: Dios lo castiga con la pérdida de ese hijo, hiriéndolo de grave enfermedad. Ante tamaña desdicha, el rey busca consuelo en los brazos de Betsabé y de este encuentro nacería Salomón.
    A menudo, el problema de entablar ciertas relaciones sexuales residía en las implicaciones religiosas que éstas conllevaban, más que en las propias prácticas. El sexo era motivo de conflicto entre el pueblo de Israel y su Dios, especialmente porque podía desembocar en la idolatría, según pone de manifiesto la historia bíblica. En la época del Éxodo, a las puertas de la Tierra Prometida, los israelitas se establecieron en Sitín y comenzaron a fornicar con las moabitas, quienes invitaban a sus amantes a los sacrificios y banquetes sagrados en honor de sus divinidades. De este modo, los israelitas se adhirieron al dios Baal Peor, encendiendo la cólera del Señor. Su reparación se saldó con la vida de todos los pecadores (Números 25).
    En tiempos de la monarquía unificada, Salomón tuvo un harén de setecientas mujeres y trescientas concubinas (moabitas, amonitas, edomitas, sidonias, hititas). El texto especifica que las tomó "por amor", contraviniendo el mandato divino: "No os unáis a ellas ni ellas a vosotros, porque arrastrarán vuestro corazón tras sus dioses" (I Reyes 11,2). Estas mujeres pervirtieron al rey con sus cultos y, en su ancianidad, construyó altares sobre un monte que hay frente a Jerusalén para que pudieran ofrecer incienso y realizar sacrificios a sus divinidades. Tal ofensa hacia el Dios de Israel supuso la desmembración del reino en dos y el comienzo de la monarquía dividida -los territorios de Israel y Judá- a la muerte de Salomón.

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