martes, 5 de octubre de 2010

Nicolas Flamel

por sahmael


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Nicolas o Nicholas Flamel (Pontoise, ca. 1330 – París, ca. 1413) fue un escriba francés; aunque sin duda un personaje histórico, su vida real está extraordinariamente exagerada en las leyendas, que lo reputan como alquimista de suficiente habilidad para ejecutar las dos obras más complejas del arte alquímico: la transmutación de los metales en oro gracias a la elaboración de la piedra filosofal, y la inmortalidad.

Flamel era un hombre letrado para su época; había aprendido el oficio de copista de su padre —quien había sido un sofer antes de su conversión forzada al cristianismo, y comprendía correctamente el hebreo y el latín. De acuerdo a la leyenda, cuando se hallaba en plena Guerra de los Cien Años trabajando de librero en París, Flamel se hizo alrededor de 1355 con un grimorio alquímico —diferentes versiones aseguran que lo recibió de un desconocido, que lo compró casi al azar o que le fue entregado por un ángel en sueños— que excedía con creces sus conocimientos, y empleó 21 años en intentar descifrarlo. Para ello viajó a España, donde consultó tanto a las autoridades sobre Cábala como a los especialistas en el mundo antiguo —en aquella época y bajo la influencia andalusí, las mejores traducciones del griego clásico se producían en las universidades españolas— hasta encontrar, después de preguntar a muchas personas, en León a un anciano rabí, el Maestro Canches, quien identificó la obra como el Aesch Mezareph del Rabí Abraham, y enseñó a Flamel el lenguaje y simbolismo de su interpretación. 


a narración de todos estos hechos tiene lugar en su Libro de las figuras jeroglíficas (1399) que describe brevemente al comienzo dichas peripecias, explicando a lo largo de dicha obra el magisterio filosofal descrito como si de la peregrinación a Santiago de Compostela se tratara, sin embargo algunas teorías apuntan a que dicho entramado tiene un significado mucho más profundo, siendo reflejo de los misterios iniciáticos que se ocultan tras esta obra. Entre estos misterios estaban el descubrimiento de la Piedra Filosofal y la creación de homúnculos mediante la palinginesia de las sombras (crear un cuerpo astral, animal o vegetal).

Habiendo dominado los secretos del texto, Flamel regresó a París, donde en 1382 logró por primera vez transmutar el mercurio, el cobre y luego el plomo en oro. Gracias a la riqueza que acumuló de este modo, se convirtió en un filántropo, haciendo grandes donaciones a hospitales e iglesias. En 1407 se hizo construir una casa, aún en pie, en el actual 51, rue de Montmorency, además de financiar capillas, asilos y hospitales. Además el rey francés Carlos VI de Francia le pidió que le aportara oro a las arcas reales mediante su sistema de transmutación.

Se asegura que durante esos años elaboró también una tintura, gracias a la cual él y su mujer, Perenelle, obtuvieron la inmortalidad. Aunque a todas luces fallecieron y fueron enterrados entre 1410 y 1415 en el cementerio de St. Jacques de la Boucherie, el intento de exhumarlo se encontró con una tumba vacía; aunque bien pudo deberse al saqueo de la misma en busca de objetos de valor o de textos, esto no hizo más que reforzar los rumores de su inmortalidad, al igual que las historias sobre su vida en juventud y recorriendo lugares como India y Turquía después de su supuesta muerte, recopiladas por Paul Lucas (1664-1737). Su lápida, ricamente grabada, se conserva en el Museo de Cluny. 



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En las escaleras que dan acceso a uno de los tapices más famosos de la Edad Media: La dama y el unicornio. Allí, a pocos pasos de esa colosal obra maestra, en un vulgar rincón del museo Cluny de París, se exhibe la losa fúnebre de Nicolas Flamel. Este escribano público y alquimista medieval, nacido en Pontoise (Francia) hacia 1330, fue uno de los burgueses más afamados y ricos de su tiempo. Pero también uno de los más misteriosos. En 1413, poco antes de su muerte oficial, ya había fundado siete iglesias y tres capillas, y provisto a 14 hospitales de la ciudad.

También era dueño de una treintena de casas y fincas, y su fortuna era tan grande como la de un noble de aquel tiempo. Con ese bagaje se ganó fama de ciudadano respetable hasta su óbito, acaecido el 22 de marzo de 1418. Y en la iglesia más cercana a su casa, la de los peregrinos de Santiago, se enterró bajo una piedra que él mismo había tallado con esmero.

Al parecer, Flamel se fue al otro mundo ajeno a la leyenda que estaba a punto de generarse a su alrededor.

Menos de un siglo después de su sepelio, los rumores sobre el origen de su enorme fortuna corrían por todo París. Sus posesiones se exageraron de tal modo, que pronto se extendió la conclusión de que Flamel fue un secreto practicante de la alquimia y que logró sintetizar con éxito la piedra filosofal. Aquello lo explicaba todo: la fabulosa piedra le facilitó convertir cualquier metal innoble en oro, y amasar una riqueza sin límites. Pero también aclaraba el por qué de su vida taciturna, del celo que ponía en mantener la intimidad de su estudio, y las excelentes relaciones que mantuvo con los joyeros del barrio cercano a su casa.

Pero las sospechas no acabaron ahí. Las mismas leyendas aseguraban que las claves de todo su saber fueron escondidas en los relieves con los que gustaba decorar las fachadas de sus casas. Y no sólo ahí. También en los pórticos que Flamel diseñó para dos importantes enclaves de la ciudad: la entrada del hoy desaparecido Cementerio de los Inocentes y uno de los pórticos de la iglesia en la que fue enterrado: Saint-Jacques de la Boucherie. El templo de los peregrinos de Santiago.

Hacia 1700, esos rumores eran tan fuertes que saltaron incluso al terreno literario. Ese año, Flamel apareció por primera vez como personaje de novela. Fue en la obra del abate Montfaucon de Villars, Le Comte de Gabalis, donde el ilustre escribano apareció retratado como el alquimista furtivo que logró, gracias a un misterioso tratado que cayó en sus manos, sintetizar su piedra.

Tras él, autores como Larguier (1936), Marguerite Yourcenar (1968) o J. K. Rowling en su primer libro de Harry Potter (1997), utilizaron su historia para adornar un mito que todavía pervive: Flamel no sólo se hizo rico gracias a sus hallazgos alquímicos; también logró el elixir de la eterna juventud, con el que burló a la muerte.


León, Nicolás Flamel y la alquimia


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s seguro la existencia en el Castro de los Judíos de una importante comunidad erudita que, tras la destrucción del asentamiento en 1196 por castellanos y aragoneses, se traslada a la zona sur de la ciudad de León, contribuyendo así a que, durante los siglos XII y XIII, la ciudad fuera, calladamente, uno de los más importantes focos de espiritualidad y sabiduría occidental.

Como es lógico, en el éxodo hebreo del Castro a la ciudad, se llevan con ellos todos sus libros y documentos. Como cuenta Abraham Zacut en su obra Séfer Yuhasin, "El Libro de los Linajes", la importancia de los manuscritos y documentos custodiados en el Castro era asombrosa; según referencia del propio autor, algunos de los libros tenían más de seiscientos años y eran considerados textos únicos: “eran los libros perfectos que corregían todos los libros”.

Prueba irrefutable de esa hegemonía intelectual, es que León fue la ciudad en donde se gestó la obra mística que, en cierta manera, forma parte de la base del pensamiento universal, el Séfer ha-Zohar, el “Libro del Esplendor”. Su autor, un leonés, un rabino nacido en el seno de la comunidad judía leonesa y del que hemos hablado en distintas entradas: Moshe´ben Sem Tob, conocido universalmente como Moisés de León.

Es también el tiempo en el que, bajo la advocación de Santa María, se construye la Catedral que surgirá en la ciudad de León como una obra extraordinaria, sobrenatural, que aún hoy se encuentra envuelta, como el Séfer ha-Zohar, en halo de asombro, hechizo y misterio.

Parte de la magia de Santa María es su espacio traslúcido, el abandono de sus muros a la luz, que filtran sus vitrales con maravilloso prodigio, trasformando y creando en el interior del templo un clima, un ambiente sorprendente. Esa virtud de los vidrios, es consecuencia de una técnica oculta, de un proceso exclusivo y excepcional en su fabricación que, a pesar de los medios y la tecnología actual, resultan imposibles de imitar. Según se dice, son el resultado de un proceso alquímico.

El hombre se inicia en la práctica de la alquimia, inducido por la codicia y la ambición que le lleva a perseguir unos objetivos utópicos, a los que algunos dedicarán por entero toda su vida a pesar de las prohibiciones y persecuciones de la Iglesia, que no permitirá más estudios científicos que los límites que marca la Teología.

Los primeros estudios sobre la alquimia ya se encontraban en la biblioteca de Alejandría. Entre estos primitivos escritos, se incluían tratados sobre la química práctica y mística, conocidos como "el arte egipcio", o khemeia, que contenía, entre otros temas, la manera de cambiar el color de los metales. El emperador romano Diocleciano llegó a prohibir esta práctica alegando la falsedad de sus teorías, medida que resultó muy desfavorable para el avance y progreso de la química.

Algo de este saber se preservó después de la caída del Imperio Romano. Una parte por las comunidades occidentales monásticas cristianas que realizaron un gran trabajo de compilación y sistematización del conocimiento y pensamiento, tanto teológico como ajeno, figurando dentro de este último, aunque escasamente, algo sobre el conocimiento químico antiguo.

Por otra parte, cuando Egipto, y por supuesto Alejandría, fue dominado en el s. VII por los árabes, el saber clásico que allí se albergaba se trasfirió a la cultura islámica, y los conocimientos sobre la khemeia fueron asimilados como Al-chemeia o alquimia, palabra que tiene en sí una connotación diferente a la de la química, al hacer referencia a lo trascendental, a lo espiritual.

Los árabes, sin embargo, utilizaron mucho más ese conocimiento, pero derivado hacia el área de la medicina y la química medicinal. Todos los químicos árabes más significativos fueron excelente médicos: Yabir, Razes, Avicena, etc.

Uno de los objetivos fundamentales que persigue la alquimia, es la búsqueda permanente de la inmortalidad y la denominada “panacea universal”, una sustancia o elixir que pudiera curar todas las enfermedades, acabando con las plagas, las dolencias y los males que conducían inevitablemente a la muerte. Otro de los anhelos de los alquimistas, seguramente el más divulgado y conocido, es la búsqueda de la trasformación de los metales en oro y plata. De esta manera, la producción y posesión de metales preciosos sin apenas coste, implicaba obtener la riqueza suficiente para poder adquirir o conseguir todo lo soñado.

Al final, todo se resumía en la búsqueda de la "piedra filosofal", considerada como la única sustancia capaz de lograr la transmutación, la panacea universal y la inmortalidad. La creencia más extendida afirmaba que esta sustancia, puesta en un metal innoble como el hierro y mediante un proceso de fusión, se transformaría en oro.

En relación con la ciudad de León y la alquimia, surge la figura enigmática del francés Framel. Cuentan que en París en el año 1357, un escriba llamado Nicolás Framel, recibió o compró, con el propósito que ni él mismo logró entender nunca, un misterioso e incomprensible libro que, según sus propias manifestaciones, cambiará por completo su vida.

Según su relato, la obra no estaba realizada en papel o pergamino, sino elaborada de cortezas de arbustos protegidas con unas bellas tapas de cobre. Su contenido se encontraba repleto de figuras, números, dibujos, textos cabalísticos y mitología griega, que no conseguía comprender ni descifrar.

Estuvo años tratando de entender o adivinar su contenido, sin ningún resultado positivo. Recurrió a expertos y buscó infortunadamente entre sus vecinos a sabios hebreos que, perseguidos por la monarquía francesa, habían huido o se habían convertido para, posteriormente, perderse en el anonimato.

Pasado el tiempo, realizó algunas copias sobre fragmentos del libro y, encomendándose a Santiago, dirigió sus pasos hacia España como peregrino y con el sueño de encontrar, en alguna de las sinagogas de las abundantes aljamas de la Península, al experto o maestro judío que pudiera ayudarle a interpretar el manuscrito.

Después de cumplir con el voto a Santiago y ya de vuelta de su peregrinación, se detuvo en León para contactar con los grandes expertos de la Cábala. Allí conoce a un sabio converso, el maestro Canches (posiblemente Sánchez), que reside en la ciudad. Framel entabla amistad con él y le muestra algunas de las copias que había realizado de algunas partes del texto. El judío leonés reconoce e identifica en las copias que le muestra el galo, la obra que creía perdida de Abraham el Judío, Aesch Mezareph, libro inspirado en las claves de la Cábala y basado en el Sepher Yetzirah, texto atribuido al profeta Abraham, del que se dice que lo recibió en el Monte Sinaí y que era la clave que permitía interpretar las Sagradas Escrituras.

El maestro Canches será la llave para desvelar el misterio. Lentamente comenzó a descifrar los enigmas y a ilustrar a Framel sobre los entresijos de la obra. Llegado el momento, se impuso el viaje a París con el fin de observar el tratado original y completar la interpretación de la totalidad del texto.

Buscando el viaje más rápido posible, parten desde León hacia Oviedo, para desde allí, en barco, llegar a la costa francesa. El destino quiso que en territorio francés el maestro Canches cayera muy enfermo y muriera a los pocos días, dejando a Nicolás Framel solo en su empresa.

De vuelta en París, Framel reconoce y describe en las anotaciones que realizó sobre su vida, que, a pesar de la desaparición del maestro Canches, con las indicaciones y premisas que había adquirido, tras muchos errores y casi tres años de trabajo, consiguió y obtuvo el fruto perseguido, logrando obtener plata y oro con una base de mercurio, y hay quien asegura, que llegó a conseguir la inmortalidad.

Pero entre los objetivos del franco no estaba la persecución de la riqueza, y en esto coinciden los grandes personajes y conocedores de la alquimia a lo largo del tiempo. La búsqueda del proceso alquímico requiere de quien lo practica una trasformación interior, de una “muerte y una resurrección”; pero sobre todo que el alma, el espíritu del alquimista, se encuentre imbuido de caridad además de una sincera generosidad y una total falta de ambición en cuanto a bienesmateriales. Actualmente se sostiene que la denominada "piedra filosofal", capaz de transmutar los metales en oro, era sólo un símbolo que los antiguos tomaban para representar la transformación del hombre de "hierro" en hombre de "oro", gracias a la permanente búsqueda del conocimiento.

Como vemos, en León, durante los primeros siglos del segundo milenio, confluyen una serie de situaciones y acontecimientos que rayan lo extraordinario. Por entonces, la ciudad, capital y enseña del Reino de León, lleva el peso de la lucha contra la invasión musulmana; es el lugar más importante de la ruta a Santiago de Compostela, vía que promueve y protege, llegando a decir Aymerid Picaud, autor del Codex Calixtinus, al referirse a León: "la ciudad llena de todo tipo de felicidades".

Curiosamente, esta ruta es el camino ancestral que conducía hasta el mar, a la costa atlántica, al lugar más occidental de Europa, donde los peregrinos, los caminantes atávicos con anterioridad al descubrimiento de la tumba del “Apóstol”, mucho antes de su simbolismo cristiano, recorrían en busca de una nostalgia, de un encuentro, de una memoria remota que se perdía en el tiempo y que les arrastraba hacia allí, hacia el Sol poniente, hacia el fin de la tierra, en busca del conocimiento y de una vida renovada. ¿No es lo mismo que perseguían los alquimistas en su búsqueda de la "piedra filosofal"?

León fue asimismo, la capital del Reino del monarca que será coronado emperador en 1135 en el mismo solar, en la pequeña colina de la ciudad, en la que pocos años después se alojará la actual Catedral de Santa María, considerada como el templo de la luz por excelencia que, como hemos señalado, guarda profundos secretos en sus vitrales y en su edificación. Se cuenta de la fábrica que, cuando se golpea convenientemente una de sus piedras directoras, se siente vibrar y estremecer la totalidad de edificio; de la misma manera, siempre ha resultado inquietante e inexplicable, las vibraciones y sensaciones que a veces se experimentan en medio del templo, en el centro del crucero, que muchos reconocen haber notado.

Del mismo modo, León será la ciudad de la Cábala, el lugar donde se generó uno de los libros místicos más importantes de la historia de la Humanidad, el Séfer ha-Zohar, el “Libro del Esplendor”, que influirá poderosamente en todo el pensamiento occidental posterior; pero también, como hemos visto, la ciudad que, en aquellos momentos, guardaba el saber y el conocimiento del proceso alquímico que el francés Nicolás Flamel se llevó de León hasta París. Allí, en su laboratorio subterráneo parisino, cuentan que había plasmados en las paredes extraños planos y dibujos de la Catedral de León.

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