miércoles, 30 de junio de 2010

Jíbaros: los dueños del misterio




De todas las naciones indígenas de América, sólo una entró en contacto con los blancos, los combatió, los venció y conservó su libertad. Los jíbaros, señores de la selva, derrotaron a los españoles hace 400 años y todavía siguen indomables, viviendo en sus dominios al pie de los Andes en el Amazonas ecuatoriano y peruano. Esta increíble y pequeña nación de indios es una de las grandes máquinas militares de la historia: una sociedad organizada para el combate que nunca fue conquistada, nunca perdió su territorio ante otras tribus y nunca aceptó ni siquiera la cruzada pacífica de los misioneros cristianos. Sólo la falta de tecnología moderna evitó -y evita-que los jíbaros sean una especie de potencia militar regional, pero los soldados de esa etnia que sirvieron en la reciente guerra entre Ecuador y Perú mostraron que su habilidad para la guerra en la selva es única. Los Untsuru Chuara, como se llaman los jíbaros a sí mismos, se hicieron famosos cuando a comienzos del siglo pasado los exploradores volvieron de sus viajes a la selva -los que lograron volver- con tsantas, las cabezas reducidas a un tamaño mínimo por los curanderos nativos.




Estos exploradores comenzaron un mito: el de la tribu de feroces reducidores de cabezas, indómitos individualistas que no aceptaban ni la autoridad de un cacique y hacían cosas en común sólo por amistad o por interés. Decenas de libros fueron escritos sobre los jíbaros, pero recién en los años cincuenta se logró visitar uno de sus asentamientos, vivir con ellos y salir con vida. Así se conoció la verdadera cultura de estos misteriosos y elusivos señores de la naturaleza. Las violentas cascadas de agua que bajan por las laderas de los Andes, en el Ecuador, se transforman en rápidos innavegables en la zona de cerros y montañas bajas que precede a la inmensa planicie amazónica. Cuando llegan a los llanos, las aguas de los rápidos se transforman en algunos de los ríos más largos y plácidos del mundo. En ese paréntesis entre la montaña y la planicie, en un terreno de difícil acceso, quebradizo y cubierto por una cerrada selva, viven los jíbaros.




Los ríos Paute, Zamora y Upano son los mayores del país jíbaro, casi todo comprendido por lo que hoy es Ecuador y justo al borde de la zona disputada por Perú. Sus vecinos y enemigos ancestrales son los Achuara, los Candoshi y los Huambisa, hábiles navegadores. El pueblo jíbaro habita esta región desde hace por lo menos 2.500 años. Nadie sabe con exactitud cuántos miembros tiene la pequeña nación, pero un cálculo razonable habla de unos 15.000 en la región central de su territorio, entre los 400 y los 1.200 metros de altura.




Además hay una población en la zona oeste, que se ha mezclado con colonos ecuatorianos blancos o de otras etnias indígenas. No es posible calcular cuántos de estos "jíbaros de frontera" existen. Los Untsuri Chuara vieron un blanco por primera vez en 1549, cuando llegó a su territorio una expedición al mando de Hernando de Benavente, un subordinado de Pizarro. Los jíbaros no se asustaron ni lo creyeron un dios, y lo derrotaron con tanta facilidad como habían derrotado a las tropas incas de Huaya Capac en 1527.




En 1552 los españoles vuelven, pero esta vez con regalos, y logran fundar dos villas y contratar a algunos jíbaros para buscar oro en los ríos, pagándoles con instrumentos de hierro. Pero la hostilidad de los jíbaros es constante, y las villas desaparecen en pocos años: los jíbaros se libraron de los españoles sin siquiera combatir en su propio territorio, sólo en la frontera. Sólo queda un pequeño pueblito, Maca, que todavía existe y es el punto de comercio con las tribus del interior, que ni siquiera se dan por enterados que ahora son, legalmente, ecuatorianos.




A fines del siglo pasado, dominicanos, franciscanos y evangelistas enviaron misiones a los jíbaros, que los trataron cprtésmente y los ignoraron. Sólo en este siglo algunos jíbaros de la frontera se convirtieron. Por vivir cerca de los blancos, estos nativos pagaron un precio enorme, la turberculosis. Desconocida en la selva, esta enfermedad hizo estragos entre los asentamientos fronterizos. Los jíbaros no viven en aldeas, ni tienen caciques. El centro de sus vidas son casas aisladas donde viven familias extendidas, aisladas de las demás. Las casas son grandes, de trece metros de largo por nueve de ancho y forma oval, sostenidas en el centro por nueve pilares de tronco de palmera.




En la cumbrera, el techo tiene cuatro metros y medio de altura, y sus dos aguas se apoyan en muros de dos metros de altura, hechos de troncos bien enterrados y atados con corteza. Los troncos están separados entre sí por dos o tres centímetros de espacio abierto, que permiten que circule aire y entre luz. Además, estas aperturas sirven como troneras para disparar hacia el enemigo en caso de ataque. Las casas están rodeadas de un jardín, donde se cortan todas las plantas y árboles. Siempre se elige un terreno elevado, que permite que drenen las frecuentes lluvias y además es conveniente para disparar desde arriba, con ventaja.




Las casas tienen una entrada en cada punta, que se cierran con pesadas puertas de madera dura. Para construir su casa, el jefe de familia llama a seis o siete vecinos de confianza, que sean amigos, parientes o miembros del mismo clan, lo que garantiza que haya paz. Cada nueve o diez años, la familia abandona la casa y se muda. Si la mudanza es porque la casa se deterioró, la familia se corre a apenas doscientos metros. Pero si el problema es el impacto ecológico local -caza escasa, frutos de palmera agotados- la mudanza es a tres o cuatro kilómetros.




A veces, una guerra o una vendetta entre clanes es la razón para mudarse. En esos casos, la familia recorre hasta 100 kilómetros antes de echar nuevas raíces. En el terreno que se despeja para ver venir al enemigo, también se cultivan huertas y jardines. El principal cultivo es la mandioca dulce, que sirve para fabricar la chicha, única bebida de los jíbaros, que sólo usan el agua para hacer buches y lavarse los clientes.
La huerta también cuenta con tomates, maíz cebolla, batatas y maníes, que junto a los vegetales y frutas que se recogen en la selva -pinas, plátanos- forman la mayoría de la dietade estos nativos. Las mujeres hacen casi todo el trabajo agrario, y cada esposa de los polígamos jíbaros se encarga de una superficie de unos 5.000 metros cuadrados, una media manzana. Un hombre próspero, con tres esposas, cuenta con una huerta de una manzana y media de superficie y será considerado rico. La mayoría de las herramientas son de madera, aunque el comercio con los blancos -vía los "jíbaros de frontera"- provee elementos de metal, como azadas, baldes y palas. Pero la gran herramienta del jíbaro es el machete de acero, ampliamente difundido.

Para la caza, los guerreros usan sus cerbatanas con dardos de curare, mortíferas y silenciosas, con las que obtienen con facilidad toda clase de pájaros y animales pequeños. Para las piezas mayores, los jíbaros recurren a sus Winchesters calibre 44, viejos rifles que compran a los blancos y les sirven para cazar jabalíes, ocelotes y jaguares. Si la caza es tarea de hombres, la pesca lo es de toda la familia. Los jíbaros tienen un estilo único de capturar peces: construyen un pequeño dique río abajo y echan veneno al agua. Los peces mueren y salen a la superficie, y son recogidos en el diquecito. Pero la principal tarea del hombre jíbaro es la guerra, donde ha desarrollado una especialización única. Los jíbaros combaten individualmente, por venganza o ambición, combaten entre clanes, entre naciones, contra los blancos. Como su organización social es mínima, sin jefes ni tribunales, no existe el concepto de mediación, y el combate es el único modo de resolver disputas. Además, los jíbaros creen que los accidentes y las muertes inexplicables -abundantes en una sociedad sin médicos ni hospitales- son producto de la brujería. Un jíbaro, ante un problema, recurre a su chamán adivino que, usando raíces alucinógenas, "sabe" quién es culpable de la agresión. Así nace otra pequeña guerra. Ante una ofensa, el jíbaro puede consultar al chamán preguntándole cuál es la venganza adecuada. Si la venganza es excesiva, el atacado a su vez tendrá derecho de contraatacar, y la guerra puede ser interminable. En cambio, con una retribución adecuada, hay chance de que la querella termine. A veces, si pasa un tiempo más o menos extenso sin que se ejecute la venganza, la parte ofensora puede dar un fusil o un buen machete como prenda de paz, y ser perdonada. Los jíbaros pueden unirse por clanes para hacer la guerra en masa, especialmente contra otras naciones vecinas.




Cuando la caza escasea, los jíbaros invaden el territorio de otras tribus en expediciones de caza y en busca de sus siniestros trofeos: cabezas para hacer tsantas. Con sus rifles y sus cerbatanas, los jíbaros son una fuerza irresistible. Ni los feroces huambisas, vecinos cercanos y famosos en el Perú por sus hazañas, logran vencer a los jíbaros. Estos se mueven por la selva en silencio, y han perfeccionado tácticas de flanqueo e impacto que serían la envidia de cualquier guerrilla del mundo y garantizan que las aldeas enemigas sean conquistadas. En el camino de vuelta al territorio propio comienza el proceso de reducción de las cabezas tomadas al enemigo, que toma un cierto número de pasos que se hacen en los descansos.

• LAS PLANTAS MÁGICAS DE LA NACIÓN JIBARA:
La farmacopea de la selva




Los etnobotanistas y las grandes industrias farmacéuticas estudian el conocimiento medicinal de los jíbaros, especialmente los psicotrópicos que usan sus chamanes.

Los jíbaros conocen más Lde 300 plantas medicinales, que aprendieron a ubicar y utilizar en los largos siglos de vivir en la selva. El conocimiento de que, por ejemplo, el tronco del Mucachi molido e inhalado calma el dolor de cabeza, se transmite de padres a hijos, degeneración en generación. Las mujeres de esta etnia recogen y preparan las plantas que calman la fiebre, regulan las menstruaciones, combaten infecciones, curan heridas. Los chamanes, según los especialistas, conocen decenas y decenas de plantas y preparados aue harían las delicias de los grandes laboratorios, especialmente en el campo de los psicotrópicos. La razón para esto es que los trances inducidos por drogas alucinógenas son la base de la religión jíbara, la vía de comunicación con los espíritus que deciden sobre la guerra y la ley. La maikuia, por ejemplo, es una planta alucínógena particularmente fuerte y violenta, que crea largos trances y es la más usada por los chamanes, que aprendieron a controlar el efecto de las diferentes dosis. Estos secretos están siendo explorados por los llamados "etnobotanistas", científicos especializados en descubrir las técnicas de grupos indígenas.




Un grupo, Farmacéuticos sin Fronteras (una rama del famoso grupo de ayuda internacional Médicos sin Fronteras) busca preservar estos secretos y difundirlos a etnias y naciones pobres que no tienen dinero para comprar medicinas industriales pero disponen de selvas que podrían transformarse en enormes farmacias si se saben usar las plantas. La mayor amenaza a este conocimiento viene de la aculturación causada por el contacto con los blancos: los jíbaros creen que las pastillas de colores de las farmacias son más poderosas que sus propias medicinas. 




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