domingo, 31 de enero de 2010

La muerte


Tras el desenlace inevitable de la muerte, aparece ante nuestra expectativa la tremenda interrogación de qué será de nosotros y de nuestra conciencia. ¿Desaparecerá nuestro «yo» diluido entre los restos del cadáver, o regresaremos algún día haciendo realidad la esperanza de la reencarnación? Existe aún otra posibilidad: tal vez el espíritu continúe viviendo, conociendo y sintiendo, gozando y padeciendo de otra naturaleza, distinta a la actual pero tan real como ella.

LA MUERTE:

Realidad y transcendencia
FUENTE: Gran Enciclopedia "Lo desconocido" por el Dr. Fernando Jimenez del Oso.


Imagen IPB




Intentemos partir de un hecho objetivo. La muerte forma parte de la vida, es el último acto, la conclusión, el fin. La verdad es que uno empieza a morirse en el mismo momento en que nace, quizás incluso antes: en el mismo instante de ser concebido. Y lo hacemos al compás de un reloj inexorable en el que nunca podemos saber qué hora de nuestra vida es. Nacer y morir son los momentos cumbres de nuestra existencia, el principio y el final. Lo demás —la vida considerada en sí misma— poca importancia tendría si no fuera porque la sentimos, disfrutamos y sufrimos; es decir, porque tenemos conciencia de estar vivos. Si nos planteamos que la vida solamente conduce a la muerte, nuestro paso por el mundo y por la Historia no tiene sentido, es un espantoso absurdo.


REFLEXIÓN ANTE EL MOMENTO SUPREMO

Si no terminamos nuestros días de forma violenta, al final nos encontraremos en una fría sala de hospital clasificados por el personal competente como «enfermos terminales», aguardando simplemente —sabiéndolo o no— que nuestra muerte llegue. Lo más seguro es que todos los que nos rodeen entonces lo sabrán antes que nosotros, y probablemente comenzarán a mirarnos como difuntos antes de que efectivamente lo seamos. Contestarán con evasivas a nuestras preguntas; evitarán mirarnos de frente; intentarán disimular y parecer tranquilos. Tal vez nos resistamos a morir y defendamos con las últimas fuerzas nuestro pequeño reducto de esperanza creyendo y esforzándonos por convencer a los demás de que el diagnóstico clínico que nos condena está equivocado, de que no puede ser, de que no merecemos eso.
Todo será inútil: la muerte llegará, claro, de improviso y la viviremos en la más absoluta de las soledades; porque nos morimos solos, lo mismo que nacemos solos, aunque en el instante del suceso nos hallemos acompañados de los seres más queridos. Nadie nos va a acompañar en el paso de esa frontera imprecisa que conduce a lo desconocido. Estarán con nosotros, pero solamente para decirnos adiós. Aceptémoslo: nacemos solos y morimos solos. De lo primero no nos damos cuenta, pero de nuestra soledad ante la muerte sí. Y ello no debe extrañarnos, porque estamos solos durante toda la vida. Lo que nos acompaña —objetos, personas, lugares...— es accidental, no se une a nosotros de una manera total e íntima, no llega a formar parte de nuestro ser. La familia a la que amamos es ésta, éste nuestro trabajo, éste el ambiente en que nos desenvolvemos, nuestro pueblo, nuestros amigos. Pero no necesariamente: podían haber sido otros, entre los que igualmente nos encontraríamos solos. La auténtica biografía es la soledad, de eso no hay duda.
Dejando al margen, si es posible, los apasionamientos, la vida se reduce a pura lógica. Es un ciclo que se abre con la composición de un nuevo ser —Usted mismo, o yo— que se forma a base de sustancias diversas y se cierra con la descomposición o separación de las mismas cuando el cadáver se corrompe. Química y poco más. «Polvo eres y en polvo te has de convertir.» El resto es casi mera ilusión que sólo cobra valor en la conciencia de cada uno.
No obstante, vivimos como si la muerte no existiera. A lo sumo, la admitimos en los demás, y eso porque la estamos contemplando a diario en quienes se mueren a nuestro alrededor y van desapareciendo del panorama que compartíamos con ellos. No podemos negar la muerte; pero no queremos pensar en ella. Nos resistimos a aceptarla, porque su afirmación negaría los valores superfluos de las cosas que nos interesan y a las que nos aferramos como náufragos; aunque sabemos que está acechando y nos golpeará certeramente cuando ella decida.
Las religiones proponen una solución de emergencia para soslayar la angustia que produce la inminencia de la muerte: la otra vida, un «más allá» donde la conciencia seguirá existiendo y gozando o sufriendo según el difunto haya merecido con su trayectoria vital. Es preferible admitir que uno puede estar penando eternamente a estar convencido de que tras la muerte no existe nada que no sea el vacío absoluto. No nos repugna tanto saber que nuestro cuerpo desaparecerá integrándose en la tierra de la que surgió, como el hecho de que también pueda desaparecer con él la conciencia. No poder darnos cuenta de nada: no ver, no sentir, no desear, no recordar —y todo ello eternamente— es algo que nos resistimos a admitir con todas nuestras fuerzas. No queremos ni pensarlo.






Los mártires manifestaban ante el hecho de su tortura y muerte un comportamiento ejemplar: el dolor y el miedo a lo desconocido daba paso a una esperanza defelicidad que sorprende y emociona.


Como el tema es desagradable, no se han planteado encuestas serias (y, si se ha hecho, no se han difundido) encaminadas a conocer cuáles son las inquietudes que sentimos los seres humanos ante la muerte; pero puede asegurarse que lo más difícil de aceptar es que la vida siga para los demás, que el mundo continúe girando sin que estemos ya en él. Y, sin embargo, es un hecho: sin nosotros todo seguirá igual; no se notará nuestra ausencia, tan insignificantes somos. Como una mota de arena en el desierto. Si tuviéramos conciencia de nuestra pequenez, nos atormentaríamos menos. Lo que pasa es que para cada uno de nosotros el Universo entero parece girar en torno al eje de nuestra existencia. Y de nada sirve filosofar: en milenios de historia del pensamiento la filosofía no ha sido capaz de resolvernada. Como todo lo humano, es un intento inútil.
Estamos ante la muerte desde que nacemos. Sabemos que tendrá un fin la materia que compone nuestros cuerpos, y conocemos cómo la enfermedad y la vejez progresiva van minando las fuerzas que nos mantienen vivos hasta que la medicina se queda sin recursos. Pero, ¿qué sucederá en nuestra conciencia?; y, sobre todo, ¿qué encontraremos después? Si es que encontramos algo... Cada uno de nosotros hallará las respuestas muy pronto, porque el reloj no se detiene. Será —quién lo duda— una experiencia tremenda: la emoción más fuerte que la vida pueda depararnos.




Imagen IPB


MUERTE Y MAGIA

La creencia en la trascendencia de la muerte da lugar en las culturas primitivas a un tipo de magia que se traduce en un culto y unos ritos. El terror que inspira la desaparición del cuerpo mediante la putrefacción y la esperanza en una vida de ultratumba se transforma en símbolos capaces de someter y dominar las fuerzas de la destrucción. Actualmente, muchos pueblos aborígenes en las zonas amazónicas plasman ese culto mágico rindiendo veneración a calaveras decoradas y pintadas, como la que aparece en la fotografía. El objeto de culto, impregnado por el ritual de adoración, toma vida por sí mismo, siendo capaz así de
colaborar con las esperanzas de sus adoradores.





DIAGNOSTICOS PARA EL RECUERDO

Sí todavía, en la actualidad, resulta difícil para la ciencia determinar en qué momento exacto se produce el fallecimiento, imaginemos lo que sucedía hace años. Los médicos recurrían a distintos procedimientos para asegurarse de que el difunto lo era efectivamente. Son recursos de museo, algunos de ellos ya clásicos en la historia de la medicina. Verdaderos recuerdos románticos que hacían aumentar la tensión del drama al que asistía la familia. Revivamos un par de ejemplos.





PRUEBA DE LA SANGUIJUELA

También en tiempos pasados se diagnosticó la muerte basándose en los efectos de la descomposición de la sangre, que comienza inmediatamente después de haberse producido el óbito. El método resulta ciertamente repugnante, pero encierra su lógica: la sangre, al coagularse, aumenta de consistencia y cambia de color. Para analizaría a simple vista, se requerían los servicios de algunas sanguijuelas que succionaran el líquido vital a través de la piel del difunto.





EL BANQUETE DE LA MUERTE

Tras la corrupción o autodestrucción del cadáver, entran en acción los microorganismos y se produce la fermentación a una temperatura de cuarenta grados. El cuerpo se reblandece y los gases rompen la piel formando burbujas espumosas y pestilentes. Ese es el momento en que acuden, como a toque de campana, los insectos necrófagos, hambrientos e insaciables.
Llegan de todas partes, unos andando, otros impulsados por sus alas, otros lanzados, surcando el aire como balas. Nadie sabe dónde estaban esperando, pero acuden en manadas a disfrutar con el gran festín. Tras su acción, los huesos del esqueleto lucirán en toda su macabra desnudez. Contemplemos algunos de estos insectos devoradores de cadáveres.





LA MUERTE EN CUATRO ESCENAS

El lento proceso de la muerte es inexorable y presenta siempre la misma secuencia
de fenómenos encaminados a la destrucción del cadáver. Son como fotogramas,
millones de veces repetidos, rigurosamente ordenados, el primero de los cuales es la
certeza de que el óbito se ha producido y la situación es irreversible.




Cuando llega la muerte, la respuesta del electroencefalógrafo se traduce en líneas planas, y la temperatura del cuerpo desciende.






Poco después, por autodigestión, las paredes del estómago e intestinos se reblandecen e intervienen los microorganismos.






Seguidamente, se produce la fermentación y los tejidos se convierten en una masa viscosa. Atacan los insectos.





Tras el voraz banquete, del cadáver sólo queda el esqueleto que, con el paso deltiempo, se convertirá en polvo.


LOS EFECTOS DE LA FERMENTACIÓN

Tras unos primeros momentos en que la frialdad se adueña del cadáver, la temperatura se eleva por efecto de la fermentación interior. Los gases acumulados tienden a expandirse, por lo que el cuerpo se hincha por la zona del abdomen, hasta que llega a explosionar abriendo una enorme cavidad. Las emanaciones pútridas salen disparadas hacia el exterior al no encontrar ya ningún obstáculo que las detenga.





MORIR SI, PERO SEGURO

Durante los últimos años del pasado siglo y los primeros de éste, el temor a ser enterrado vivo fue casi una moda, alentada por un nutrido anecdotario de casos relatados, la mayoría de ellos falsos. Llegaron a inventarse ingeniosos mecanismos, visuales o acústicos, y mixtos, que pudieran dar la alarma en el caso de que sus dueños se dieran cuenta de estar vivos tras haber sido enterrados. En una publicación especializada de la época se anunciaba el artilugio que reproducimos. No era el único. Muchos ingenios parecidos se diseñaron y construyeron, como un monumento al terror que imbuía la posibilidad de tener que utilizarlos.




El ingenio constaba de un tubo con salida al exterior, en cuyo extremo se hallaba tendida una bandera.





En caso de emergencia, desde el interior del ataúd podía hacerse elevar la bandera, accionando un pomo o manivela.



LA RESPUESTA ESTA EN LA VIDA

La búsqueda de una solución capaz de disipar las incógnitas y hacer desaparecer los temores que la muerte inspira —empeño que ha ocupado al hombre desde su aparición sobre la faz del planeta— ha dado lugar al desarrollo de una serie de concepciones escatológicas del asunto que, al final, se han reducido a solamente dos, que son las que vertebran realmente las más importantes corrientes filosóficas y religiosas de Oriente y Occidente: la doctrina reencarnacio-nista y la creencia en el espíritu inmortal de los cristianos. A ellas habremos de añadir las más recientes tendencias científicas, que proponen una solución menos grata, porque definen la muerte como el fin absoluto del hombre, tanto en lo que se refiere al cuerpo físico, como a la mente, que queda limitada a una función cerebral y cesa cuando la masa encefálica se corrompe y disuelve. Para algunos hombres de ciencia, la única forma de supervivencia es el recuerdo que los demás guarden de nosotros tras nuestra desaparición. En cualquier caso, lo que parece obligado es intentar una explicación y un sentido a la muerte a partir de la misma vida. Veamos cómo.
Lo que distingue a un ser vivo de otro inerte es el hecho de que, por unidad de volumen, encierra una información infinitamente mayor y posee además la capacidad de responder ante el medio y de engendrar copias muy parecidas a sí mismo. En un miligramo extraído del vientre de una hormiga hay más información que en la totalidad de la masa de la Luna. Dicha información hace posible desarrollar la misma vida, defenderla y multiplicarla; y ello no sólo en el caso de los seres humanos y los vertebrados, sino también en los vegetales y hasta en el más insignificante de los virus. Esta observación ha llevado a los hombres de ciencia hasta el análisis de las últimas consecuencias en el campo de la Biología. Cuando en 1828 Wóhler (químico alemán) obtuvo sistemáticamente la urea, los investigadores de la vida se sintieron profundamente impresionados. Hasta entonces era fácil distinguir los compuestos químicos inorgánicos de los orgánicos. Los primeros podían obtenerse por medio de sencillas técnicas de laboratorio; pero los llamados «orgánicos», no. La gran revolución en el mundo de la Biología y la Química había comenzado.
Poco después se descubrió que los virus, tan ínfimos que ni siquiera podían observarse con el microscopio de lentes ópticas, podían ser conservados en forma cristalina, como si se tratara de polvo de bicarbonato, en el interior de un frasco cilindrico, y volvían a la actividadcuando entraban en contacto con tejidos humanos, destruyendo células y reproduciéndose con toda normalidad. Se había llegado hasta el umbral mismo de la vida, porque se había aislado una entidad que se comportaba como un mineral en determinadas ocasiones, pero que, luego, en un medio idóneo —sangre o protoplasma orgánico— se comportaba como un ser vivo cualquiera. La vida y la muerte unidas; tanto que parecían ser la misma realidad. Analizando estos especímenes virales era lógico pensar que el secreto de la vida quedaría desvelado, y con él llegaría también la respuesta al angustioso interrogante sobre la muerte. Cuando pudieron sustituirse las lentes de vidrio por poderosos imanes capaces de desviar los haces electrónicos, pudo resolverse la incógnita acerca de la estructura de estos corpúsculos. El microscopio electrónico demostró que el bacteriófago, por ejemplo, parecido a un calamar con tentáculos y cabeza prismática, está compuesto por proteína y una hélice interna, más una estructura arrollada de ácido desoxirribonucleico (DNA). Con el descubrimiento de esta última sustancia se había llegado a la frontera misma de la vida. El DNA es como una cinta perforada que codifica la información, tan compleja y cuantiosa, característica de los seres vivos, y a la que ya nos hemos referido. Desde su oculto refugio en la cabeza de un espermatozoide, o en una neurona, o en una célula epitelial, dirige la fabricación de los cientos de miles de sustancias que integran la delicada trama del pétalo de una orquídea o la compleja estructura propia del cuerpo humano.


Imagen IPB
Los lugares de enterramiento han sido siempre sagrados, incluso en las etapas históricas más primitivas, dando a entender con ello la muerte es un hecho trascendente, un tránsito.


EL COSMOS TAMBIEN MUERE

Las más recientes investigaciones realizadas con la ayuda de potentísimos telescopios revelan que existe un orden en la configuración de estrellas y cúmulos estelares: partículas de un Universo en plena expansión, que se alejan entre sí a velocidades de escalofrío.
Este Universo en expansión entraña también una acumulación de información, mucho menos rica —ya lo hemos afirmado— que la que distingue a los seres vivos, infinitamente menos rica. Con el transcurso de milenios, los átomos más complicados se transmutarán en hidrógeno simple —así lo han asegurado los cosmólogos— y las estrellas se trocarán en polvo. La expansión tuvo su comienzo hace quince mil millones de años a partir de un núcleo primigenio, el llamado «huevo cósmico», que contenía toda la materia existente y que explotó como una horrísona bomba. Las galaxias resultantes van degenerando día a día, la información existente en origen va degradándose paulatinamente y el desorden —lo que los científicos denominan entropía—, se va enseñoreando de los espacios galácticos; es decir, el Universo se muere. Al final de los tiempos, toda la materia existente se habrá convertido en radiación.

Y esto es lo curioso. En un Universo que camina hacia su extinción de manera inexorable, se produce el sorprendente fenómeno: los seres vivos evolucionan sin cesar como especies hacia organismos superiores. Negantropía, es el nombre científico de este proceso. Obviamente, cuando llegue la muerte térmica del Universo, los seres vivos desaparecerán también. Negantropía y entropía, con ser tan opuestas, no podrán evitar el mismo final: la nada.
Ni los biólogos han podido esclarecer cómo surge el DNA, ni los cosmólogos cómo surgió el «huevo cósmico» primigenio. Pero de igual manera que el Universo camina inexorablemente hacia su extinción, los seres vivos, desde el mismo momento de nacer, nos vemos abocados a la muerte; y la vemos, la comprobamos continuamente a nuestro alrededor y, fatalmente, tenemos la certeza de que la vamos a sufrir. Todo es, por lo tanto, cuestión de información. Cuando ésta se acumula en gran cantidad y en un reducidísimo volumen de materia, surge el ser vivo, más evolucionado cuanto más cantidad de información posea.
Sin embargo, es éste un planteamiento netamente materialista de la cuestión. Los vitalistas, por el contrario, opinan que en el hombre existe algo que trasciende a la materia y que se concreta en la conciencia de sus actos, algo que hay que situar en un plano superior: el espíritu.


LA MUERTE COMO UN FIN Y COMO PRINCIPIO

Situémonos de nuevo ante el hecho fatal de la muerte, pero no entendiendo el término en su acepción abstracta y generalizada, y por ende filosófica, sino considerándola como acontecimiento trascendente que nos va a afectar de manera individual; porque cada uno de nosotros va a ser el protagonista único de su propio final. Las actitudes que adoptemos ante ella dependerán de los rasgos mentales personales y de los contextos cultural y religioso en que nos hallemos inmersos.
A través de análisis y de encuestas se ha puesto de manifiesto que los individuos que comparten cualquier fe religiosa sienten mayor temor y ansiedad ante la muerte que los no creyentes. Pero en ambos casos, y con igual intensidad, espanta admitir que nuestro cuerpo va a descomponerse; y ese terror cristaliza en la negación a admitir que con la corrupción desaparezca también nuestra individualidad, que dejemos de ser. Repugna que puedan desaparecer nuestros pensamientos, los sentimientos y recuerdos, nuestras emociones. En resumen, nos resistimos a que en el polvo cadavérico —ya lo dijimos— desaparezca también nuestra conciencia.
Si la mente es incapaz de superar estos temores, el miedo a la muerte se convierte fácilmente en miedo a los muertos, pudiendo aparecer incluso un desequilibrio mental conocido como . «tanatofobia», muy frecuente en Occidente, que convierte al paciente en víctima de su propio temor y le llega a producir alteraciones psicoso-máticas graves, que requieren tratamiento y cuya solución no es en modo alguno fácil.
También es frecuente encontrar personas afectadas por el temor, mejor sería decir pánico, a ser enterradas vivas: piezas de museo pueden ser considerados algunos artefactos ideados en los últimos años del siglo xix y los primeros del xx, que tenían la misión de hacer posible el rescate de los supuestos difuntos en el caso de que efectivamente no lo fueran y tomaran conciencia de su situación de enterrados, hallándose ya dentro de un ataúd sellado e incluso a varios metros de profundidad en el silencioso recinto de un cementerio.


Imagen IPB


MUERTE APARENTE Y MUERTE REAL

Sin duda, todos habremos oído alguna vez historias acerca de difuntos que han vuelto a la vida dentro de sus nichos, llenando de gritos horribles de venganza el silencio de los cementerios mientras arañaban y golpeaban el inferior de sus féretros en un vano intento de es-/capar. La literatura romántica, que gustaba mucho de estos temas morbosos, es rica en relatos de tal tipo. Otras veces, el muerto resucitaba durante el velatorio, entre el espanto de todos los presentes; y no sólo se incorporaba en el lecho, sino que incluso pronunciaba palabras que sonaban ya a ultratumba exigiendo a sus deudos y amigos que cesasen en sus rezos porque su condena al castigo eterno era ya un hecho sin posible solución. Cuentan los testigos que, mientras el suceso insólito tenía lugar, la estancia se llenaba de un olor a azufre.


Imagen IPB
Se cuenta que la agonía de Goethe fue especialmente dramática. En sus últimos momentos, ya privado de la vista, gritó: ¡Luz. más luz!.»


La casuística fue alentada en muchos casos por absurdos predicadores que pretendían inculcar en los creyentes la convicción de que una trayectoria vital llena de pecado era inadmisible a los ojos de la divinidad, y no podía alcanzar el perdón; sobre todo si el pecador había muerto en pecado mortal, es decir, sin los últimos auxilios espirituales. Muchos cuadros neuróticos tuvieron su origen en tan irresponsable actitud clerical; pero lo cierto es que hubo muchos casos en que los muertos volvieron a la vida dentro de sus ataúdes, o fuera; aparentemente algunas veces —la mayoría, se supone—, porque sus actos se limitaron a simples convulsiones debidas a la expansión de los gases de la putrefacción; en otras ocasiones porque habían sido considerados difuntos por error, ya que su muerte había sido sólo aparente.
Estos casos alentaron la superstición popular, y se hablaba en voz baja de exhumaciones durante las que se había constatado que el cadáver había intentado romper con sus uñas y a patadas la estructura de la caja. Las uñas aparecían partidas y ensangrentadas; los tobillos, fracturados; el cuerpo, en posturas convulsas, y el interior del ataúd mostraba fehacientemente los destrozos logrados por aquel pobre hombre aterrorizado que, reanimado tras ser enterrado, y siendo consciente de su situación, quiso con todas las fuerzas que le quedaban salir de allí. Inútilmente. Cuando los que escuchaban el relato tomaban conciencia del horror, sentían erizársele la piel. Los precarios diagnósticos de fallecimiento que antiguamente se realizaban, y a los que nos referiremos más adelante, fueron los causantes de estos errores; que existieron en verdad, pero que no fueron tantos. La medicina era todavía incapaz de distinguir la muerte real de la aparente. Suele presentarse ésta en los casos en que el fallecimiento —supuesto, por los síntomas— se ha producido por asfixia en los ahogados, por electrocución, ahorcamiento, por intoxicaciones debidas a gases de los braseros, emanaciones en las bodegas, óxido de carbono, o por síncope de anestesia durante el curso de una intervención quirúrgica. El considerado muerto entra, por alguna de las causas antes mencionadas, en estado cataléptico, y sus contracciones cardíacas son casi imperceptibles, dando lugar a un pulso tan débil que casi no existe y, por ello, es muy difícil de notar. En el paciente queda un resto de vida, una especie de rescoldo. Hace años, ante un caso así, médicos y familiares quedaban convencidos de que lo que tenían delante era un cadáver. Episodios hubo tan macabramente jocosos que hacen sonreír si se goza de sentido del humor. Sírvanos de ejemplo uno, que es clásico en este tipo de crónicas y que sucedió en Marsella, a comienzos del presente siglo: una familia se hallaba velando el cadáver del esposo y padre, al parecer fallecido por una accidental pérdida del conocimiento, ahogado, mientras se hallaba en la bañera; de improviso, se incorporó, miró sorprendido a todos y, dándose cuenta de lo que estaba pasando, cayó de nuevo hacia atrás, esta vez muerto de verdad. Del susto.



Imagen IPB
La muerte es una frontera física entre el reino de los vivos y un mundo desconocido, al que se accede tras el envejecimiento y la agonía. Es un hecho umversalmente conocido y natural, pero no aceptado por la razón humana.



CADA CUAL ANTE SU FIN

Para muchos resulta igualmente insoportable la idea de que sucuerpo resulte mutilado o irreversiblemente deteriorado. Va implícita en ese temor la convicción —o, por lo menos, la esperanza— de que el cuerpo resucite alguna vez, no se sabe cuando, con el mismo aspecto que cuando estaba vivo y sano, en plena juventud y facultades. Dominados por esta ¡dea se horrorizan ante la sola mención de la autopsia y sufren náuseas acordándose de los descuartizamientos y prácticas antropofágicas. La mutilación o desfiguración del cuerpo amenazaría la convicción del renacimiento a la vida eterna. La irracionalidad de este pensamiento, cuando se limita sólo al desmembramiento en el momento de la muerte, se pone de manifiesto si consideramos que, como podremos comprobar más adelante, inevitablemente los cadáveres sufren un proceso de descomposición química que, en sus efectos, equivale a otros tipos de aniquilación de la integridad corpórea.
Frente a estos temerosos a los que nos hemos referido se advierte, también la existencia de personas equilibradas, que exhiben una gran estabilidad emocional y no se sienten consternadas ante la idea de la muerte y sus consecuencias. En un caso extremo, para muchos niños la muerte de una persona querida de su entorno no supone otra cosa que unviaje a un lugar desconocido en las alturas —el cielo—, del que fácilmente podrá regresar o a donde él podrá ir a visitarla; en ningún caso, la desaparición. Luego, pasada ya la barrera de los cinco o seis años el niño comienza a forjarse otra idea distinta y más siniestra, va ya dando forma a una idea de la muerte que primeramente identifica con símbolos prácticamente universales y lógicos —una calavera o un esqueleto— y que paulatinamente va contemplando de modo más real hasta desembocar en la misma angustia e idénticos temores que los adultos. Con el uso pleno de razón, la muerte equivale al fin de la vida.
Pero tampoco resultan infrecuentes los casos de creyentes con arraigadísima fe y de ascetas que ven llegar el momento del óbito con serenidad, aceptando el significado que el hecho tiene en el aspecto físico y tal vez también convencidos de una trascendencia, de un paso hacia otra vida a la que ya estaban destinados desde el mismo momento de nacer. También los suicidas que actúan con plena conciencia, dentro de lo que ello es posible, superan el temor a la muerte con algo que para ellos en el momento determinado de dar cumplimiento a su macabra decisión cobra un valor superior: huir de una situación personal que les tortura, o dar la vida por una bella causa que lo merezca. Este sería el caso de los pilotos suicidas japoneses —kamikazes—, uno de los cuales dejó escritas estas palabras poco antes de subir a un avión cargado de explosivos que minutos más tarde estrelló contra el casco de un navio norteamericano: «Mi vida concluirá en las próximas horas. Al fin llegará para mí la felicidad. La muerte y yo esperamos con serenidad el momento sublime. Ha sido verdaderamente duro el entrenamiento, y las prácticas fueron rigurosas y monótonas; pero todo lo acepto con alegría sabiendo que voy a morir por una bella causa, mi emperador y mi patria...»
También por una bella causa morían los mártires —por defender y propagar una fe de la que estaban profundamente convencidos—; y los cruzados, que iban al combate con la santa misión de vencer a los infieles y rescatar los santos lugares; y los musulmanes lanzados a una guerra santa por la doctrina de Mahoma. Todos lo hacían con absoluta decisión, sin miedo, alegremente, superando incluso el dolor que la muerte violenta les producía. Sin duda se encontraban bajo los efectos de estados alterados de conciencia, capaces de producir cambios anímicos tan importantes que incluso llegaban a bloquear los centros del dolor. Esto parece contradecir la afirmación de que el miedo a la muerte en realidad enmascara una aversión hacia el sufrimiento físico que muchas veces aparece asociada a los instantes postreros. Y es verdad ese rechazo; pero también lo es que el temor a morir es algo distinto y muchísimo más profundo, porque tiene su origen en la conciencia y lleva implícita la incógnita de una posible supervivencia en el más allá.


ENTRE NACER Y MORIR, ENVEJECER

En verdad, sólo sabemos de lamuerte que es el final del ciclo vital que nos ha correspondido vivir. Un ínfimo intervalo, sobre todo si lo comparamos con los miles de millones de años que puede durar una estrella. La Naturaleza parece que nos mantiene vivos justamente el tiempo necesario para que podamos reproducirnos y dejar a nuestros vastagos ya crecidos y en situación de perpetuar la vida también ellos. Esa es en el mundo nuestra misión; y la existencia no nos regala años, actuando con una economía estricta. Durante nuestro ciclo vital, las células que componen nuestros tejidos se reproducen dividiéndose entre sí y desarrollándose de nuevo hasta una nueva replicación. Sabemos que las células y sustancias que constituyen nuestro cuerpo se van sustituyendo sin cesar por réplicas exactas de sí mismas. No todas, porque las neuronas —células que componen el cerebro y que son capaces de organizar, procesar y hacer actuar a nuestras funciones mentales— son las únicas que no son sustituidas, sino que persisten durante toda la etapa vital. Salvo ellas, las demás van degenerando y muriendo en períodos variables, siendo reemplazadas por sus descendientes. Pero los procesos de multiplicación tienen un límite corto, distinto para cada tipo de células: cumplido el número de veces que la Biología impone, no se regeneran más. La condena a muerte de nuestro cuerpo está dictada.
Hemos afirmado que las células, en su renovación constante mientras estamos vivos, se van reproduciendo y degenerando. Cada célula nueva es una réplica de la anterior, pero ha perdido parte de su potencial reproductor, ha degenerado. Esa degeneración, perceptible sólo en el transcurso de muchos cambios celulares, es el envejecimiento, un proceso muy suavemente progresivo, lento...
Algunos tejidos y órganos de nuestro cuerpo envejecen antes que otros. Con el paso de los años —y eso lo vemos todos los días en nuestro entorno y en nosotros mismos— el vigor muscular disminuye, la capacidad genésica se atrofia, aparece con frecuencia la arteriosclerosis, el cabello se torna gris, la piel pierde tersura, las piezas dentales dejan de hallarse firmes en sus alveolos. Y, paralelamente, nuestra memoria se muestra incapaz de retener las vivencias con la facilidad que antes lo hacía. Las defensas orgánicas, que han mantenido y preservado la salud de las agresiones externas, se debilitan también paulatinamente, acrecentando con ello el riesgo de enfermedad. Las neuronas, que mueren cada vez en mayor número, van incapacitando al cerebro para el desarrollo de todas sus complejas funciones vitales. Ya se presiente la muerte.


EL MOMENTO DE LA MUERTE

Si no hemos sufrido antes un trauma irreparable por causa de accidente, nuestro organismo, progresivamente envejecido, ha de llegar al colapso final. Los agentes productores del mismo —bacterias, virus, células cancerosas y sustancías tóxicas, entre otros— no encuentran ya defensas que se les opongan con la suficiente energía para detenerlos y alteran gravemente nuestros mecanismos biológicos, destruyen la actividad celular, inhiben la formación de enzimas vitales y modifican la estructura química de hormonas y los procesos proteicos que son imprescindibles para vivir. Se establece una cadena de sucesos orgánicos, irreversibles, que acaban con la destrucción de la máquina de la vida, y uno de cuyos ejemplos podría ser éste: el fibri-nógeno contenido en la sangre se transforma en fibrina por la acción de cualquier toxina; se forma un trombo o madeja filamentosa que tapona una arteria de las que riegan el cerebro; las neuronas del encéfalo, carentes de oxígeno y alimento, se mueren, y la lesión provoca el disturbio de nuestras funciones sensoriales, musculares y mentales, si la zona afectada es vital. La muerte entonces da comienzo a su fatal trabajo. No es raro que en las horas, o en los días, que anteceden al fin los enfermos sientan una sensación de placidez y se hallen libres de dolor, molestias y ansiedad. William Hunter, que fue anatomista y médico, comentó poco antes de morir: «Si tuviera fuerzas suficientes para ello tomaría la pluma y escribiría cuan dulce y agradable es la muerte».
Sabemos —incluso probablemente lo habremos contemplado— que muchos enfermos parecen experimentar una sorprendente mejoría en los últimos momentos; su mente se muestra especialmente lúcida y hasta manifiestan una extraña euforia. Es como el canto del cisne. Poco después se produce el colapso funcional: la respiración se entorpece, el corazón comienza a latir sin ritmo y aceleradamente, la piel del rostro se vuelve pálida y el brillo de los ojos se apaga. Seguidamente aparece sobre el cutis un tinte ciánotico, el frío invade manos y pies y la vista se nubla cubierta por una densa oscuridad («¡Luz, más luz!», exclamaba Goethe en su agonía). Aunque de forma muy atenuada, el moribundo conserva todavía una cierta capacidad auditiva; mueve sus labios en un vano intento de comunicarse con los demás, pero ni el más leve susurro sale de su garganta.
En ocasiones, el enfermo entra en un estado de coma, en el cual se pierde la conciencia. No capta su sensibilidad estímulo alguno. Toda la vida que retiene se reduce a la persistencia de la circulación sanguínea y a una débil respiración, de ritmo irregular, que apenas logra empañar la superficie de un espejo junto a su nariz. Es un estado de muerte aparente tan próximo a la muerte real como el estado de un moribundo que acaba de sufrir un gravísimo accidente.


LA EXPLOSION DE LA MEMORIA

Instantes antes de morir —se dice— recordamos toda nuestra vida, nítida pero velozmente, como si se tratara de una cinta cinematográfica kilométrica de la que no falta ninguna secuencia. Si no fuera porque existe un orden en la sucesión de escenas, el fenómeno podría describirse como un disparo de la memoria en que se almacenan las vivencias, debido a la acción de un desconocido mecanismo en el cerebro. Leamos con atención el relato proporcionado al investigador Jordán Peña por la víctima de un accidente gravísimo:
«Sentí como un fuerte golpe en la nuca y al instante perdí el conocimiento. Mi coche había chocado frontalmente con otro vehículo, íbamos a 120 kilómetros por hora aproximadamente, y pude observar cómo los vidrios saltaban atomizados por una lluvia que me cegó. Luego una fuerte opresión pectoral y esa terrible sacudida en la nuca. Cuando desperté, observé horrorizado que las llamas me envolvían por todas partes. No podía moverme en absoluto, aprisionado por lo que me parecían gigantescas moles de piedra o cemento. Un intenso dolor me atenazaba la cabeza... De pronto desapareció el terrible dolor y me encontré jugando en un jardín con niños que yo recordé al instante: eran amigos de mi infancia. Me solacé reviviendo aquellas escenas del pasado lejano. Como protagonista de una película, iba cambiando de escenario cuando me cansaba del anterior. Me veía minado por mis abuelos, o evocando el día de mi primera comunión, o discutiendo con mi profesor aquel día que me..valió uno de los castigos más duros... En sólo diez o doce segundos, que fue el tiempo que yo calculo tardaron en rescatarme de las llamas, había revivido en mi memoria muchos años enteros de mi existencia.»
¿Qué es lo que sucede en el cerebro en los instantes inmediatos a la muerte para que se abran de par en par las compuertas de la memoria, permitiéndonos visualizar imágenes, oír palabras y sentir contactos que impresionaron nuestro cerebro hace muchos años? No hay manera de explicar los mecanismos de este fenómeno, por ahora. A lo más que llegan los investigadores y parapsicólogos es a constatar los hechos con la esperanza de que algún día llegue la solución.




Imagen IPB
En los suicidas, la muerte es deseada y buscada. El temor a lo desconocido desaparece ante la necesidad imperiosa de abandonar una situación vital insostenible.


VISIONES Y PRESENTIMIENTOS DE MUERTE

Se han analizado casos, referidos de manera especial y casi exclusiva a enfermos cardíacos, en que éstos intuyen la proximidad de su final, lo que podría explicarse considerando que, antes de que se produzca el accidente —la angina de pecho o el infarto—, ya se han desarrollado en el organismo determinadas anomalías bioquímicas y funcionales que son las que realmente dan la alerta, aunque de una manera inconsciente. Pero la premonición resulta más difícilmente explicable cuando el sujeto que la experimenta goza de una excelente salud. El citado Jordán Peña recogió el testimonio escrito que Domingo L. había anotado en su diario íntimo: «Había estado leyendo una obra sobre las costumbres de los esquimales, esta noche. Ningún capítulo de los leídos aludía a nada que tuviera relación con la muerte. Y, cuando ya el cansancio me rindió, me dispuse a dormir: apagué la luz y acomodé mi cabeza en la almohada. No habían transcurrido unos minutos, cuando me incorporé asustado. Una idea aparecía fija en mi mente: iba a morir, no me quedaban más de dos días de vida, a lo sumo».
Aquella misma madrugada Domingo L. escribió esas líneas en su diario; pero veinticuatro horas después volvió a tomar la pluma y relató: «Las brumas de mi mente se disipan. Mi pesimismo de ayer me parece fruto de una depresión accidental. ¿Por qué habría de fallecer ahora que todo me sonríe...?» La euforia resultó una ilusión, porque unas horas después una trombosis le provocaría el óbito.
Da la impresión —y así lo admiten médicos y psicólogos de mente abierta— de que en el cerebro humano existen numerosos detectores del funcionamiento de todos y cada uno de nuestros órganos y funciones, que van captando hasta las más insignificantes anomalías, antes de que las mismas se desarrollen y afecten con mayor intensidad e interfieran de forma definitiva en las funciones vitales. Estos sensores, perfectamente coordinados, informan de lo que va a suceder. Es como si el inconsciente comunicara su diagnóstico al Yo consciente, dando lugar así a que surja ese impulso revelador del final que se aproxima.
De todas maneras, conviene que situemos la cuestión en su justo punto. No siempre se cumplen las premoniciones de muerte; es más, se cumplen muy pocas veces. Son innumerables las personas que experimentaron sobresaltos de esa naturaleza, en forma de horribles sueños y visiones acerca de una muerte próxima violenta y, no obstante, siguen viviendo tras superar la etapa de temores infundados.
Mas no siempre se producen las visiones durante el sueño; aunque ciertamente son más raras, hay también visiones de carácter alucinato-rio, durante las cuales la persona que las sufre se halla despierta y contempla escenas alusivas a su fallecimiento. La visión es tan perfecta, con tal riqueza de detalles, relieves y colores que es-
panta, y con razón: uno mismo presenciando con absoluta realidad su propia muerte; y con la convicción de que, si lo intenta, podrá incluso tocar con las manos su propio cadáver.
Algunas de estas alucinaciones se hallan profundamente arraigadas en las creencias populares que se transmiten por tradición e imponen unos modos e incluso una escenografía peculiar, una especie de ropaje. Sucede esto, por ejemplo, con la visión de la denominada Santa Compaña en tierras de Galicia: una siniestra procesión que recorre los bosques umbríos, portando sus miembros hachones encendidos que rodean un féretro dentro del cual se halla el cadáver de la persona que tiene la fatalidad de toparse con ella. Poco después, inexorablemente, el protagonista de la visión muere, convirtiendo en realidad la alucinación.
A veces se producen curiosas transmutaciones de la identidad. Así, una variante andaluza —posiblemente debida a la influencia sarracena que allí fue especialmente intensa— convierte la siniestra procesión de almas en pena en un conjunto de pollitos que siguen a su madre gallina. Quien se encuentre con ellos por algún sendero de los campos, morirá al poco tiempo y se convertirá en pollito. De esta manera, la gallina cuenta con más prole a medida que se van sucediendo los encuentros. Pocos son los lugareños que se atreven a recorrer los atajos que conducen desde Pampaneira a Bubión, en el corazón de La Alpujarra granadina, que es el lugar donde desde tiempo inmemorial habita tan insólito grupo gallináceo.
Aún es posible, escudriñando en los archivos de los investigadores, encontrar otros tipos de premoniciones acerca de la propia muerte, que se traducen en golpes y otros fenómenos acústicos, voces incluso, atribuidas a espíritus de seres queridos ya fallecidos o a santos de especial devoción. Y también otras manifestaciones físicas imposibles de explicar por el azar. A éstas habría que achacar lo que presenció el escritor francés Roger Lebrun unos días antes de su muerte: vio deslizarse sobre su mesilla de noche un viejo reloj despertador que, al caer al suelo, se rompió; su esfera de porcenala fracturada retenía entre sus añicos las manecillas horarias indicando la una y veinte minutos de la madrugada. Exactamente la hora en que se produjo su fallecimiento dos días más tarde.


MORIRSE ES UN PROCESO LENTO

Bien. Presintiéndolo o no, situémonos en el trance de que estamos a punto de abandonar este mundo. No lo haremos en un instante, sino a través de un proceso destructor de nuestro cuerpo y, por ende, de nuestra actividad, que lleva su tiempo. No puede admitirse ya la creencia contraria. Comienza uno a morirse cuando empiezan a fallar ciertos mecanismos orgánicos, y el drama concluye con la putrefacción del cadáver, del que solamente resistirán los huesos. Entre el comienzo y el fin, la Parca trabaja, con experiencia y constancia, sabiendo a la perfección qué es lo que tiene que hacer.
Pero si consideramos —y nada se opone a que lo hagamos— que con nuestro cuerpo físico coexiste una entidad adimensional (es decir, no material), a la que podemos llamar «alma» o espíritu, o energía vital, tal vez sí exista ese instante supremo en que ello se separe de nuestro cerebro y huya del edificio vivo que está a punto de
desplomarse. El alma y la vida no son la misma cosa, como iremos comprobando a lo largo de ésta y de sucesivas monografías.
Hasta no hace mucho tiempo se estimaba que una persona había fallecido cuando sus pulmones y su corazón dejaban de desempeñar sus funciones. Si el enfermo no respiraba y su pulso no latía, el médico diagnosticaba la muerte y el drama concluía con los llantos de la familia y los lamentos de los deudos y amigos. Antes, algunas pruebas consideradas inequívocas entonces y que hoy provocan la sonrisa de los tanatólogos: se auscultaba con insistencia al agonizante con el fonendoscopio entre el silencio total de los presentes con la vaga esperanza de oír los ecos de las contracciones cardíacas; se le colocaba un espejito junto a la boca y nariz, para ver si el aliento, por débil que fuera, lo empañaba; o se prendían sanguijuelas que succionaran la sangre, porque presionando a estos repugnantes animales después de haberlos desprendido, ante la contemplación de aquella, el diagnóstico podía ratificarse. Si la sangre era fluida y roja, el enfermo aún estaba vivo; pero si aparecía púrpura o negruzca y densa la muerte era un hecho. Lo cual en muchos casos resultó una práctica disparatada. Más de un «cadáver» así diagnosticado se levantó y salió corriendo del depósito mortuorio, o murió de desesperación golpeando y arañando el interior del sarcófago.
A los rudimentarios métodos galenos seguían los procedimientos legales. A la casa del difunto llegaba con aires de cierta solemnidad el agente judicial encargado del caso y, situándose a los pies del presunto fallecido, pronunciaba en voz alta su nombre. Más tarde redactaba al juez un informe en los siguientes términos: «Señoría: después de llamar consecutivamente por tres veces al muerto, y no habiendo obtenido por parte 'deste' contestación a mis requerimientos, puede asegurarse que efectivamente está muerto»; y se quedaba tan tranquilo.




Imagen IPB



COMIENZA EL DESENLACE: LA AGONIA

La vida es una compleja urdimbre de funciones. Cada órgano desarrolla su actividad específica, influyendo en los otros y siendo a su vez influido. Por ello es muy difícil, y sobre todo muy arriesgado para los investigadores, determinar cuál es el responsable, con el cese de su actividad, de la muerte en conjunto del ser vivo. El corazón, por ejemplo, en condiciones favorables, puede seguir funcionando hasta casi dos horas después de que se haya interrumpido el flujo sanguíneo; los pulmones, casi una hora, al igual que los ríñones; el hígado, treinta minutos, mientras el cerebro sólo persiste en su actividad durante ocho o nueve. El cabello, por el contrario, sigue creciendo en algunos cadáveres, lo mismo que las uñas; y en el interior de los huesos que conforman el esqueleto puede detectarse actividad celular cinco años después de haberse producido la muerte del individuo a quien sirvió de soporte.
Pero de lo que no hay duda es de que nuestro sistema nervioso central (SNC) es una especie de sofisticadísimo ordenador que regula toda la actividad vital: rige nuestros voluntarios movimientos, provoca y mantiene el ritmo de los involuntarios —la respiración, por ejemplo—, controla la producción de las hormonas, fija la temperatura del cuerpo y dirige nuestras reacciones defensivas contra los peligros internos y externos, y es a la vez base de nuestras emociones, almacén de recuerdos perfectamente archivados y receptáculo de las sensaciones que llegan hasta él con el auxilio de los órganos sensoriales, lo que supone una magnífica comunicación con el mundo que nos rodea. Y, además de todo eso, el cerebro es capaz de resolver difíciles problemas de matemáticas y de crear ideas elaboradas en su misma entidad. Cuando la actividad de este complejísimo y sorprendente sistema se interrumpe o, digámoslo de otra manera, cuando esta urdimbre de redes nerviosas muere, quizá ello no provoque la muerte de otros tejidos, que seguirán en actividad, pero podemos estar segu-
ros que lo que quede vivo no es ya un ser humano. La entidad hombre habrá desaparecido cuando el encéfalo se destruya; la vida que reste en el cuerpo será como la de los vegetales.
Cuando el riego sanguíneo se interrumpe en el cerebro durante más de tres o cuatro minutos a lo sumo, se pierde la conciencia y ya es imposible recuperarla. Aunque el afectado quede vivo, la porción de tejido cerebral destruida no puede ser regenerada, porque las células que conforman el cerebro son muy sensibles a la falta de oxígeno y alimentos que transporta la sangre y no tienen tampoco la facultad de renovarse, como sucede con las del resto de los tejidos. Tras un lance como el descrito, puede que el enfermo recupere el ritmo cardíaco y su respiración se normalice, puede incluso que reaparezca en su aspecto la lozanía de antes; pero ni responderá cuando le llamemos ni gozará de los estímulos que sus sentidos intenten transmitirle. Es el síndrome apa/ico, que denominan los médicos, irreversible y que ha planteado problemas de orden filosófico entre la vida humana y animal o vegetal y en torno a las causas últimas de la muerte.
El encefalógrafo muestra con toda claridad que la emisión de campos electromagnéticos de las neuronas ha sido perturbada o aniquilada. Sobre las bandas de papel, las líneas de los sensores lo ponen de manifiesto. Los trazados son irregulares y ondulantes cuando la vida humana se desarrolla normalmente, y ofrecen diferencias según el sujeto analizado se halle durmiendo plácidamente, o sueñe, o viva una situación de angustia o se encuentre feliz. Pero cuando aparece el estado afónico, las ondas presentan un perfil característico demostrativo de la situación crítica.
El trazado sui generis del encefalógrafo detecta que se aproxima la fase de necrosis en centros importantes del cerebro, dibujando primero unas ondulaciones muy débiles, pequeños picos por encima y por debajo de la horizontal, para finalmente permanecer quieto dando lugar a líneas rectas, señal fidedigna de que la actividad bioeléctrica cerebral se ha interrumpido. La muerte es ya un hecho. En el drama individual de la vida ha caído el telón. Las líneas planas son el resultado gráfico y visible de que han cesado las funciones de la corteza cerebral, y del tronco y médula nerviosos. Ante nosotros, la persona que hasta ese momento era un enfermo con mayores o menores esperanzas de superar su crisis, es ya un cadáver, y sobre él la Parca comienza a actuar con un entusiasmo repugnante hasta lograr aniquilarlo.




Imagen IPB
No es cierto que los ahorcados experimenten durante su agonía ningún tipo de placer: los fenómenos sexuales que sufren son simplemente contracciones musculares involuntarias e inconscientes.


NECESIDAD DE UN DIAGNOSTICO RAPIDO

Actualmente, y debido al incremento y evolución de las técnicas de trasplantes, se hace necesaria una certificación rápida —y sin error— de la muerte. Por una parte, las leyes obligan a que se diagnostique el óbito del donante con todas las garantías; y por otra, los órganos que van a ser objeto de trasplante no deben haber iniciado su descomposición. Si la muerte no se produce en un momento determinado, sino que es la consecuencia de un largo proceso a través del cual van destruyéndose una a una las distintas partes vitales, necesitamos un criterio que nos permita asegurar que el diagnóstico es irreversible, que el cuerpo que contemplamos inerte no tiene ya ninguna posibilidad de recuperar su estado anterior.
Los informes del electroencefalograma son esclarecedores en este sentido. Los trazados planos tienden cada vez más a marcar el momento en que los médicos toman la decisión de desconectar los aparatos que mantienen con vida artificial a algunos pacientes en estado de coma. Pero intervienen también en las consecuencias de estas decisiones algunos aspectos legales que se deben considerar. En el estado norteamericano de Massachusetts, en 1977, el Tribunal Supremo se encontró sobre la mesa de sus deliberaciones con el caso de un hombre que,
víctima de un trauma cerebral, había sido mantenido con vida en el hospital, con la ayuda de un pulmón de acero. Conservaba el paciente sus constantes vitales, pero el trazado de su encefa-lograma, absolutamente plano, indujo a los médicos, tras consultar con la familia, a desconectar los sistemas de respiración artificial. Aquel hombre había sido atacado por un psicópata criminal, que fue el causante de las lesiones. Pues bien: acusado éste de homicidio, su abogado defensor argumentó que el autor de la muerte no había sido su defendido, sino los médicos que habían desconectado el pulmón de acero. Parece que las líneas planas del EEG demuestran que no existe actividad cerebral alguna; pero la vida vegetativa puede seguir desarrollándose.
Es una cuestión muy espinosa. Algunos familiares permiten la existencia de los que, más que enfermos, son cadáveres vivientes, conectados a multitud de cables y catéteres, drogados y provistos de máquinas para respirar, que se mantienen de manera antinatural en un estado de vida vegetativa. Ni sienten ni padecen, ni tienen conciencia de estar vivos. Sus pulmones artificiales funcionan con el ritmo adecuado; la sangre circula por arterias y venas; cada órgano desarrolla su función; las células de todos los tejidos se reproducen y sustituyen... Habría que explicarles a quienes se empeñan en negar la evidencia que, en cuanto ese cuerpo sea desconectado de los recursos artificiales, se irá para siempre; que con su actitud se están convirtiendo en crueles verdugos del ser que creen amar, prolongando una agonía aberrante por culpa de la tecnología que la hace posible.
Lo que yace en la cama del hospital no es un ser humano; ni siquiera un animal. Es una planta de jardín, un vegetal. Y la vida vegetativa, sin sensibilidad y sin conciencia, no es una vida humana. La muerte, como la vida, debe llegar también de una manera natural.




Imagen IPB
En un breve período de tiempo a partir del (fallecimiento se produce la destrucción de las visceras, primero estómago e intestinos, y finalmente el útero.


DE ENFERMO A CADAVER

A los pocos instantes de producirse el óbito, el cuerpo ya inerte se torna frío y pálido. La sangre que fluía por sus capilares más externos se recluye en los mayores, mucho más internos; y se produce un descenso térmico, tan acusado que la temperatura llega a ser inferior a la ambiental, provocando la impresión de gelificación. A los cuarenta o cuarenta y cinco minutos de haberse producido la muerte, la frialdad característica es ya un hecho. El fenómeno, que da comienzo por el rostro, se va extendiendo poco a poco al resto del cuerpo. El calor permanece unos minutos más, oculto en sus últimos reductos: el epigastrio y las axilas. La causa del enfriamiento es la evaporación súbita del agua a través de los poros de la piel.
La deshidratación es, en verdad, rápida, y provoca consecuencias peculiares en el cuerpo del
difunto. Los globos oculares sufren una fuerte contracción y pierden su turgencia y brillo, a la vez que la piel comienza a apergaminarse y se torna dura al tacto. Mientras tanto, la sangre se coagula al sedimentarse los glóbulos rojos, y la hemoglobina que éstos contenían y que proporcionaba el color rojo, se derrama tiñendo el suero sanguíneo antes transparente y llegando a impregnar las paredes arteriales cromándolas con un tinte carmín indefinido. La acumulación de la sangre en las zonas inferiores del cuerpo, otorga a éstas un tono violáceo que contrasta con la sobrecogedora palidez de otras áreas. El suero sanguíneo, abriéndose paso a través de los capilares, se filtra hasta el exterior, dando lugar a una exudación también característica del estado «post mortem».
La muerte prosigue implacable su trabajo sobre el cadáver. Simultáneamente a la palidez y a la frialdad que hemos descrito, los músculos se endurecen y se tornan rígidos. Lo que sólo unas horas antes era blando y flaccido, es ya un cuerpo duro y flexible como una tabla; ello es fruto de la acidificación de las células proteicas de los músculos, unida a la deshidratación mencionada. La rigidez aparece a las cuatro o cinco horas, y es apreciable primeramente en la mandíbula inferior y en la zona de la nuca. Luego el proceso se extiende por el resto de las áreas musculares, para concluir con la extensión de las piernas. Tres días después del óbito desaparece la rigidez, cuando ya la putrefacción es un hecho generalizado.
La rigidez suele producir fenómenos sorprendentes, que pueden llenar de asombro o espanto a quienes los contemplan. Durante mucho tiempo, por ejemplo, se creyó que los ahorcados sentían durante su horrible agonía un intenso placer sexual, porque los cadáveres eran hallados con el pene erecto y muestras evidentes de eyaculación. Hoy se conoce la explicación a este fenómeno, que no tiene nada que ver con el placer: el hecho está vinculado al proceso bioquímico de rigidificación, que se extiende incluso a las vesículas seminales y que puede dar lugar a todo tipo de movimientos y convulsiones. Es frecuente que, durante la etapa de rigidez, se produzcan contracturas de los maxilares, flexiones de los dedos de las manos y pies, movimientos rápidos de los párpados, aparición de «piel de gallina» u horripilación —lo que en ocasiones ha dado lugar a la creencia de que el difunto estaba siendo presa del pánico justo en el momento en que traspasaba la puerta que comunica con el «mas allá»—. Refiriéndose al cadáver de un hombre que en vida había maltratado cruelmente a su esposa, ésta relató así la escena que se desarrolló durante el velatorio: «Mi suegra y cuñados sollozaban junto al féretro. Las sombras alargadas hasta el techo, provocadas por los hachones encendidos, daban a la estancia un aspecto lúgubre y fantasmal. Yo contemplaba la palidez de aquel rostro que tanto había odiado. De repente, las cuatro personas que rodeábamos a Juan quedamos petrificadas por el espanto. La boca del cadáver se cerró con un gesto de tremenda angustia, como si no pudiera resistir el tormento que sin duda su alma estaba sufriendo en aquellos instantes; los dedos de sus manos, que descansaban sobre el pecho, se crisparon y los pelos de toda su piel se erizaron de repente como señal del terror que embargaba su cuerpo. Fue algo espantoso e inolvidable...».
No es raro el caso de cadáveres que se incorporan en la camilla y quedan sentados, o extienden el brazo en un movimiento súbito que sobrecoge a todos los presentes. Los celadores de los depósitos mortuorios guardan un nutrido anec-dotario de hechos como éstos, a los que ya han terminado por acostumbrarse. Muchos de los mencionados movimientos espontáneos son debidos a la expansión de los gases producidos por la putrefacción, aunque la causa más frecuente es la rigidificación; por lo menos en los casos que habitualmente pueden ser contemplados. Nos horrorizaría, sin duda, presenciar lo que ocurre dentro del ataúd, mientras el cadáver se corrompe entre los estallidos de gases pestilentes.


RECUERDA: "IN PULVEREM REVERTERIS"

Calma. Intentemos proseguir con objetividad y sin angustia el relato de lo que será nuestra propia muerte. Con la rigidez desaparece toda esperanza de que el difunto pueda recuperar las funciones vitales. Ya sólo queda el proceso de aniquilación que nos devolverá a la tierra de la que surgimos, una destrucción sistemática que da comienzo precisamente en el interior del mismo cadáver. El combate entre Eros y Janatos, entre la vida y la muerte ha terminado ya; el vencedor se ceba en su víctima, de la que pretende no dejar ni rastro. Es una macabra actividad que se inicia con la autodestrucción de los tejidos celulares; que prosigue con el ataque de los fermentos y microorganismos y que tiene su apoteosis final con el avance espantoso de un auténtico batallón de insectos diversos feroces y voracísimos.
Bajo la palidez y frialdad del cadáver, en el interior del cuerpo inerte, la Bioquímica se halla en plena actividad. A las pocas horas, los órganos más delicados han quedado reducidos a masas viscosas y pestilentes, cuya sola visión probablemente nos haría vomitar. Las glándulas suprarrenales se convierten en una cavidad cloacal que segrega un líquido parduzco; y las paredes del estómago y los intestinos se digieren a sí mismas y se reblandecen. Los jugos gástricos invaden las masas musculares, perforándolas y esparciéndose por las cavidades del peritoneo, mientras las sustancias acidas que se hallan contenidas en las áreas pleurales reaccionan con los líquidos gástricos que llegan a través del diafragma, dando así comienzo a la destrucción química del aparato respiratorio.
Los depósitos de grasa, por la acción de los fermentos (¡políticos, se transforman en ácido acético, mientras los hidratos de carbono se van degenerando dando lugar a la producción de al-
coholes y ácido láctico. Todos estos procesos químicos de la materia orgánica exhalan ya desde el principio gran cantidad de gases pútridos, especialmente pentano, amoníaco y ácido sulfhídrico. El escenario se encuentra ya preparado para que aparezcan los microorganismos, que están listos para atacar. Proceden de todas partes. Estaban escondidos en el interior de las fosas nasales y en los intersticios de los dientes y muelas, bajo las uñas, en los oídos... y flotando en la atmósfera del entorno; pero, sobre todo, se hallaban agrupados por billones en la flora bacteriana de los intestinos.
Penetrando por los vasos sanguíneos, los microorganismos atacan en forma de oleadas, cada grupo en su momento. Perforan las células de los tejidos, que no cuentan ya con las defensas de los anticuerpos que la sangre contenía, e invadiendo los túbulos linfáticos se esparcen por doquier. A las cuarenta y ocho horas de la muerte, una bacteria se impone a sus congéneres: es el «bacillus putrificus».
El orden de especies en la invasión de los tejidos tiene una explicación. En una primera fase de la putrefacción aún hay oxígeno mezclado con la sustancia orgánica, y por eso son las bacterias aerobias (que respiran oxígeno) las que intervienen. Luego, la abundancia de gases engendrada por la descomposición de las moléculas bioquímicas, especialmente sulfurados, anhídrido carbónico y metano, convierte el medio en mortal por irrespirable, produciéndose un hecho curioso: las bacterias aerobias mueren asfixiadas en los mismos productos tóxicos que ellas han producido. Y aparecen entonces las bacterias anaerobias, que en ese medio hostil para sus antecesoras se encuentran a sus anchas, proli-ferando y actuando entre los líquidos putrefactos amarillo-verdosos en que se han convertido los citoplasmas celulares.


A 40º FERMENTAN LAS ENTRAÑAS

Hígado y pulmones parecen hincharse por efecto de los cambios químicos internos que hacen licuarse los parénqui-mas, y se desprenden innumerables burbujas repletas de gas pútrido de los tejidos que, poco a poco, se van convirtiendo en masas viscosas de colores verdosos. El miocardio es ya una especie de bolsa pestilente rellena de un líquido espumoso en el que sobrenadan gotas de grasa corrompida. Por hallarse sumamente protegidos con una espesa capa grasosa, los ríñones resisten algo más, como la vejiga y el páncreas; y sobre todo la matriz en las mujeres, quizá como un símbolo a la vida entre tanta podredumbre y aniquilación.
En el interior del cadáver se está produciendo el mismo fenómeno que en los estercoleros: una fermentación de la basura que alcanza su grado óptimo a una temperatura de cuarenta grados y que sube hasta la superficie, hasta la piel, calentándolo todo. El desprendimiento de los gases es entonces tremendo. Algunos salen de manera ininterrumpida a través de miles y miles de espitas abiertas en los tejidos externos y en la piel, y por los orificios naturales; otros se van acumulando en forma de vacuolas, que se inflan y se inflan hasta que estallan. Gases que se multiplican en el vientre de los cadáveres y que a intervalos se inflaman; tantos que obligan a las funerarias a construir ataúdes recubiertos de zinc y con válvulas especiales para que puedan evacuarse al exterior y no den lugar a que estallen como si de bombas se tratara. Son estos gases los que producen movimientos incontrolados —antes nos hemos referido a ellos—, capaces de hacer parir a algunas embarazadas muertas o flotar a los ahogados. Al estallar sobre la misma epidermis, permiten la rápida entrada de nuevas bacterias saprofitas y hongos. Con la llegada de los insectos necrófagos el gran banquete de la muerte se halla en su pleno auge.
Concluye así la fase de corrupción del cadáver que se denomina putrefacción verde por la gran mancha que surge en el abdomen, que es de ese color y se debe a la acción de la flora bacteriana, engendradora de ácido sulfhídrico. La reacción de éste con los glóbulos rojos de la sangre da lugar a un compuesto químico de color esmeralda, la sulfometahemoglobina.


LA PUTREFACCION COLICUATIVA, EN FIN

Simultáneamente a los sucesos descritos en la fase de putrefacción verde, se producen en la zona superior del cuerpo, en la cabeza y rostro de manera especial, espeluznantes transformaciones. La piel adquiere un tono negruzco y los cabellos se desprenden a mechones a la menor tracción. Todo se halla reblandecido. Los ojos parecen salirse de sus órbitas, empujados los globos oculares por la expansión constante de los gases que invaden el interior del cráneo, procedentes del tórax y abdomen. Los labios se hinchan dejando manar por las comisuras un líquido negruzco de un hedor insoportable. Por las fosas nasales, garganta y oídos mana a borbotones una espuma amarillenta...
Los tanatólogos, que tan a fondo han estudiado esta fase final de la descomposición, la denominan putrefacción colicuativa, significando con este término que su proceso característico es la conversión en líquido de todas las partes blandas y semisólidas. Las articulaciones se abren y separan, y todo su contenido, incluidas las partes cartilaginosas, se derrama alrededor como agua. Los globos oculares, tras la presión que los ha mantenido a punto de salir de sus órbitas, acaban por disolverse; mientras los voraces insectos ya han digerido buena parte de los manjares con que la muerte los agasajó. La grasa, que estaba acumulada en depósitos subcutáneos, se ha convertido ya en jabón por un simple proceso de saponificación que genera el amoníaco emanado de las fermentaciones. El esqueleto comienza a aparecer.
Hacen su entrada en escena los hongos. La totalidad del cadáver en este momento es una masa oscura putrefacta que tiende a expandirse. Los insectos han dado lugar a millones de larvas que corroen los últimos restos blandos. Y, si el cadáver fue inhumado sin ataúd, la influencia química de la tierra se suma a la acción de los voraces organismos. Sólo queda un humus gra-siento y maloliente en torno a un esqueleto que permanece prácticamente incólume. La aniquilación se ha consumado. El cuerpo, que días antes estaba vivo y tenía conciencia de ello, ha regresado a la tierra de la que salió. El ciclo vital de un ser humano se ha cerrado perfectamente. Aquí no ha pasado nada. La vida sigue ajena al drama íntimo individual que ya ha entrado en los dominios extensos del olvido.





Imagen IPB
Los amantes de las estadísticas de finales del siglo pasado estimaban que uno de cada quinientos enterramientos se efectuaba hallándose vivo el enterrado. Semejante constatación haría
aumentar el miedo ante esta posibilidad.




Imagen IPB