domingo, 2 de agosto de 2009

La Ultima Cena, de Da Vinci



Años de interpretaciones fantasiosas y confusas han contaminado nuestra mirada sobre esta obra, en la que, sin embargo, el autor se atiene con fidelidad al evangelio de Juan. Es casi un fotograma del momento más dramático, cuando Jesús les dice a los apóstoles: «Uno de vosotros me entregará»


La Última Cena de Leonardo

Un crisol de enigmas...



La Última Cena, Leonardo da Vinci, Santa María delle Grazie, Milán



¿Con qué ojos miramos la Última Cena más célebre de toda la historia? Pregunta legítima después de que años de interpretaciones fantasiosas y confusas hayan contaminado nuestra mirada ante la obra maestra de Leonardo da Vinci. El éxito de la novela de Dan Brown, con su clave de lectura esotérica, ha tendido como un velo deformante sobre esta obra. La ha reducido a un amasijo de símbolos indescifrables, o a texto de un teorema absolutamente improbable y, de todos modos, claramente anticristiano.
En realidad, en esta obra, Leonardo se atiene, como nunca le sucedería en su vida, a una fidelidad profunda al dictado evangélico. Su Última Cena es como un fotograma, que sigue exactamente el capítulo 13, versículo 24 del Evangelio de san Juan.
Como todo el mundo sabe la obra se encuentra en el refectorio de un convento; y como era tradición, sobre todo en Florencia, los refectorios estaban decorados a menudo con grandes representaciones de la Última Cena: basta recordar las obras magníficas de Andrea del Castagno, del Ghirlandaio o de Andrea del Sarto.
Al entrar al servicio de Ludovico el Moro, Leonardo lleva a Milán esta tradición en el refectorio de la iglesia de los dominicos de Santa María delle Grazie, que es también la iglesia que el duque había elegido como “templo” de familia y en la que había pensado hacerse enterar con su mujer Beatriz de Este.



Los andamios se montaron en 1495 y Leonardo trabajó con su tiempo y estilo, rechazando el fresco que le habría obligado a un ritmo diferente y usando el temple con los catastróficos resultados conocidos por todos.
Leonardo inventa un ambiente grande y espacioso que ensancha y da desahogo a ese local que adolece aún de una estrechez tardogótica. Pero en este ambiente que parece moderado por un equilibrio admirable, Leonardo introduce una de las representaciones más tensas y más dramáticas de la historia del arte.
En efecto, el gran artista se atiene, con el tesón de un cronista, a los elementos de la narración del evangelio de Juan. Y del flujo narrativo elige un instante, el instante más sorprendente y angustioso. Jesús, sentado en la mesa, acaba de dar un anuncio que hiela la sangre a los comensales: «En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará». Palabras duras que explican la agitación de los apóstoles. Muchos de ellos saltan de las sillas como muelles. Los comensales se lanzan miradas incrédulas y veteadas de sospecha. «Los discípulos se miraban unos a otros sin saber de quién hablaba», escribe san Juan. Y Leonardo, como si estuviera presente y redactara la crónica de ese instante de desconcierto para ampliar la narración del evangelista con una panorámica de la mesa. Anota el artista en el célebre códice Forster II, conservado en el Victoria and Albert Museum de Londres: «Uno que bebía deja la jarra en su puesto y vuelve la cabeza hacia el que habla. Otro tiende los dedos juntos de su mano y con rígida mirada se vuelve al compañero… Otro habla al oído de su compañero y el que le escucha se vuelve a él y le atiende, teniendo en una mano el cuchillo... El otro, al volverse… derrama una jarra sobre la mesa. Otro pone las manos sobre la mesa y mira. Otro sopla al bocado. Otro se inclina para ver al que habla… Otro se echa hacia atrás respecto al que se inclina y ve al que habla entre la pared y el que está inclinado».
Luego Leonardo acerca el zoom para concentrarse en un momento aún más concreto. El que narra el evangelista en el versículo 23: «Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba en la mesa al lado de Jesús»: Juan se acuerda muy bien de este detalle, pues estaba hablando de sí mismo. Ninguno de los apóstoles sabe cómo dirigirse a Jesús, nadie sabe cómo arrancarle el secreto de esas terribles palabras. No lo sabe Tomás, que con el dedo tendido (el mismo que después de la Resurrección usará para “tocar” el cuerpo del Señor) parece implorar algo de claridad. No lo sabe Santiago Zebedeo, que con los brazos abiertos parece paralizado en su turbación. No lo sabe Felipe, que algo miedoso se pone la manos en el pecho, como para aclarar que él no tiene nada que ver.




Sólo Pedro, el más práctico y el más experto, sabe qué es lo único que hay que hacer para salir de esta situación angustiosa. De modo que llama a su lado a Juan y le pide que se informe; sabe que es el apóstol más querido de Jesús, el único. Leonardo, pues, capta exactamente ese instante, respetando de manera asombrosa la psicología de los personajes: Pero llama a sí a Juan y le susurra algo al oído. Y si el fresco fuera una película, en la secuencia siguiente veríamos la escena célebre y tan difundida de Juan reclinando la cabeza en el pecho de Jesús.
Pedro aprieta ya un cuchillo en la otra mano que asoma detrás de la figura de Judas. Es un Pedro lúcido y fogoso, dispuesto a todo para defender a Jesús, como demostraría unas horas después en el Huerto de los Olivos, cuando con ese cuchillo cortaría la oreja a Malco, uno de los soldados que habían ido a capturar al Señor.
El terremoto que Jesús ha desencadenado con su anuncio, ha producido, sin embargo, un orden preciso: en la serie de los apóstoles, Judas está fuera, implacablemente solo, con el maldito puñado de monedas en la mano. Está presente, pero es como si ya estuviera lejos, irremediablemente ajeno, enemigo.
De este modo, vivida fragmento a fragmento, esta obra de Leonardo, que sabe Dios cuántas veces nos ha pasado delante de los ojos, se convierte en lo que realmente es: una fidelísima reconstrucción de uno de los momentos más dramáticos de la historia humana. Una reconstrucción detallada como la de un cronista; pero sobre todo una reconstrucción exacta de las dinámicas humanas, como sólo la conciencia intuitiva de un genio podía realizar. Y, después de haberla mirado finalmente con ojos libres, es difícil pensar que los hechos no ocurrieran real y simplemente de esta manera.





La última cena no es el primer cuadro desconcertante de Leonardo, existe uno anterior: "La Virgen de las Rocas", que pintó en dos ocasiones, una de ellas se conserva en París (foto de la izquierda) y la otra en Londres. Lo curioso es que hay una tercera versión que se atribuye a un alumno de Leonardo (foto de la derecha), en la que se aprecian notables diferencias. El cuadro representa a la Virgen, Jesús, Juan el Bautista y un ángel. La virgen abraza a Juan con una mano y protege a Jesús con la otra, Juan se postra ante Jesús y éste le hace el gesto de la bendición y el ángel mirando a Jesús señala a Juan. A todas las interpretaciones que se le pueden dar al cuadro, se añaden preguntas: ¿Por qué el encuentro entre Cristo y San Juan Bautista niños?, cuestión que no se da en ninguno de los cuatro evangelios. ¿A qué obedece el ángel que señala con el dedo a Juan el Bautista? . La segunda obra, la atribuida al alumno de Leonardo complica todavía más cualquier interpretación, ya que cambia la identidad de los niños al darle la cruz al Bautista y retirar la mano señaladora del ángel, con lo cual el sentido puede ser inquietante.




BONUS TRACK:


Leonardo Da Vinci tardó siete años en finalizar su obra titulada “La Ultima Cena”. Las figuras que representan a los 12 apóstoles y a Jesús fueron tomadas de personas reales. Se dice que cuando se supo que pintaría esa obra, muchos jóvenes se presentaron para ser seleccionados. Tras algunos meses de búsqueda seleccionó a un joven de 19 años de edad como modelo para pintar la figura de Jesús. Durante seis meses trabajó pintando al personaje principal. Durante los seis años siguientes continuó su obra buscando y representando a 11 apóstoles dejando para el final a aquel que representaría a Judas. Le costó semanas encontrar a un hombre con una expresión dura y fría. Un rostro que identificaría a una persona que sin duda traicionaría a su mejor amigo. Llegó a sus oídos que un hombre reunía estas características y que estaba encerrado en un calabozo de Roma sentenciado a muerte por robo y asesinato. Con un permiso, el prisionero fue trasladado a Milán. Durante meses este hombre se sentó silenciosamente frente al artista. Cuando Leonardo dió el último trazo a su obra se volvió a los guardias del prisionero y les dió la orden de que se lo llevaran. Cuando salían del recinto el prisionero se soltó y corrió hacia Leonardo gritando:

- Obsérveme! ¿No reconoce quién soy?

Da Vinci lo miró cuidadosamente y respondió:
-Nunca lo había visto en mi vida, hasta aquella tarde en el calabozo de Roma.

Llorando y pidiendo perdón a Dios el reo le dijo:
- Maestro, yo soy aquel joven que usted escogió para representar a Jesús en este mismo cuadro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario