lunes, 25 de mayo de 2009

Fotografías post mortem


Con la aparición a mediados del XIX de los primeros daguerrotipos y, algo más tarde, de la fotografía se extendió la práctica de retratar a los muertos. Quien observa hoy esas imágenes experimenta un gran desasosiego, una aversión casi enfermiza. ¿Qué había detrás de aquella costumbre? ¿Qué supone nuestro actual rechazo?


Fotografía post mortem

De la fe al morbo


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En algunos museos, como el MOMA de Nueva York o el de Arte Moderno de San Francisco, y en los fondos de diferentes bibliotecas nacionales de Europa y América Latina existen numerosas colecciones fotográficas que recogen el Memento mori. Se trata de retratos, sobre todo infantiles, que muestran al difunto ataviado con sus mejores galas, con los brazos cruzados o en una actitud propia de la vida cotidiana (incluso con los ojos abiertos), simulando que sigue viviendo entre sus familiares. Son imágenes que, en primera instancia, despiertan por sí solas gran inquietud, un escalofrío, como si nos encontráramos frente a un espectro fantasmal. Sin embargo, las sensaciones que transmitían estas imágenes en la época en la que fueron captadas eran muy diferentes. El Memento mori (“Acuérdate de la muerte”, en latín) era considerado una síntesis nostálgica donde entraban en liza el espacio vital, la apariencia física del difunto, la iconografía funeraria y la esperanza en la existencia de un Más Allá. La muerte se contemplaba como una transición, como algo intrínseco a la propia existencia, y más en aquellos años, en los que la mortalidad infantil no hacía distingos entre credo y posición social. El trance de la muerte, en según qué circunstancias, podía significar incluso una bendición. En la mayoría de los casos la familia no disponía de nada que pudiera recordar el paso del difunto por esta vida, ninguna imagen aparte de la obtenida después de la muerte.




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Los finados parecen dormir tranquilamente.






Larga historia

La contemplación de la muerte se inscribe en los anales de la historia desde el Paleolítico. No obstante, la cultura egipcia es la que despliega todo su saber mágico, científico y artístico a la hora de representar al difunto. Así, las imágenes de los faraones se han perpetuado hasta nuestros días gracias a la momificación y al relieve de los sarcófagos, donde quedaba registrada su apariencia en vida. Durante el Medievo fue recurrente la representación abstracta de la muerte, simbolizada en osamentas que se agitaban con toda naturalidad en entornos pintorescos. Por su parte, los mayas trataron de inmortalizar a los muertos tallando máscaras de jade que reproducían el rostro. Durante el Renacimiento y el Barroco las representaciones mortuorias resultaban extraordinariamente seductoras, lo cual provocó que se prodigaran los retratos pictóricos de personajes de renombre en el lecho de muerte. El Renacimiento ahondó a través del retrato post mortem en el abandono de la representación humana como ideal, una concepción heredada del mundo griego, para sumergirse en la plasmación del individuo con todos sus defectos. El paradigma de esta nueva visión, ya entrado el Barroco, llegó de la mano de Rembrandt, cuyos retratos y autorretratos reflejan, de forma descarnada, las huellas indelebles del paso del tiempo y de la enfermedad en el rostro. También apareció en esta época el molde de escayola a partir de la cara del finado, que se seguiría realizando hasta bien entrado el siglo XIX. Gracias a estas “caretas”, a las que tampoco escapaban las más mínimas secuelas que acompañaban la muerte, conocemos hoy la apariencia exacta de algunos personajes históricos, como el músico Ludwig van Beethoven o el revolucionario Pancho Villa. 




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Ejemplos de fotografías en las que se ha abierto los ojos al difunto





Pero fue la llegada del daguerrotipo y, como corolario, de la fotografía lo que implicó la verdadera universalización del retrato post mortem en todas las esferas sociales. El daguerrotipo caló con fuerza en el siglo XIX entre la burguesía de la Europa industrial, que ya era aficionada a encargar obras pictóricas que plasmasen acontecimientos familiares como bautizos, bodas, reuniones navideñas o sepelios. El retrato post mortem, reservado hasta ese momento a las clases altas, experimentaría gracias a este revolucionario invento un salto cuantitativo y cualitativo. Cuantitativo porque su uso se extendió con inusitada rapidez por toda Europa, y de ahí a ultramar. Cualitativo porque la nueva técnica corregía a la carta la falta de fidelidad de la pintura y el exceso de fidelidad de la máscara. El milagro de la fotografía, sumado a las posibilidades de manipulación que ofrecían la luz y el maquillaje, permitía “rescatar” con lealtad al difunto y ocultar a la vez, en la medida de lo posible, los estigmas de la muerte. Hacia mediados del siglo XX la práctica de la fotografía post mortem desapareció del ámbito familiar y se convirtió en tabú, aunque no llegó a dejar de practicarse del todo. En esta involución tuvieron mucho que ver el aumento de la esperanza de vida y los avances médicos, pero mucho más aún el cambio de mentalidad que se produjo con respecto a la muerte, que ha conducido a su absoluta negación en la actualidad.




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Ejemplos de fotografías en las que se ha abierto los ojos al difunto





Sabías que

En el siglo XIX la creencia de que, por su inocencia, los bebés muertos se convertían en ángeles protectores convirtió las fotografías en las que aparecían en una especie de estampitas de santos.




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Fotografías: recipientes de almas

Diferentes culturas indígenas de Oriente y América creen que el hecho de ser captado fotográficamente puede acarrear la sustracción del alma. Posiblemente en la mentalidad popular europea del siglo XIX se daba un razonamiento parecido: la instantánea contenía el alma del fotografiado. Atesorar la fotografía del difunto, por tanto, podía interpretarse como una forma de engañar a la muerte, de hacer pervivir su alma entre sus familiares. De ahí que se pusiera tanto empeño en mostrar al fallecido en su propio medio simulando que aún estaba vivo.




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En el siglo XIX se extendió la fotografía post mortem como una forma de hacer pervivir al finado entre sus familiares.





“Se retratan cadáveres a domicilio a precios ajustados.” Así comenzaban algunos anuncios en los periódicos del siglo XIX, lo que pone de relieve la normalidad con que era asimilada esta costumbre entre la población de la época. En un principio, la fotografía post mortem se limitaba a retratos del difunto en actitud yacente, con los brazos en cruz y los ojos cerrados, símbolos inequívocos de la idea de eterno descanso. Sin embargo, con el paso del tiempo algunos profesionales de la imagen, como el reconocido fotógrafo francés André Adolphe Eugène Disdéri, experimentaron con nuevas tendencias artísticas, elevando la fotografía post mortem a la categoría de alegoría. Los iconos del Memento mori entraron en escena: la idea de la brevedad de la vida quedaba patente con la presencia de una rosa con el tallo cortado y vuelta del revés; convertidos en amuleto, algunos objetos apreciados en vida, como un reloj marcando la hora de la muerte o el juguete predilecto del difunto, lo custodiaban en su último lecho. Más tarde, el engaño a la muerte fue trascendiendo sus propios límites. La actitud del difunto se convirtió en la de un sujeto dormido. Arropado por su madre, el niño parecía disfrutar de un efímero arrullo, presto a despertar de la siesta en cualquier instante. Las familias velaban el descanso de la hermana o del padre, rutinariamente tendidos en una butaca, como si estuvieran agotados después del trabajo. Sin embargo, algo no cuadraba en la escena: los durmientes nunca sonreían abiertamente. Sus labios mostraban una mueca inquietante, imposible de vincular con la alegría o el enfado. Eran rostros que transmitían indolencia, que no aportaban signo alguno de emoción, inmersos en una especie de letargo irreal, acaso en un profundo sueño en fase REM. Así es como la técnica fotográfica afrontó la cuadratura del círculo: el engaño a la muerte a través de la imagen llevado al límite. 




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Los finados parecen dormir tranquilamente.





A causa del rigor mortis resultaba imposible manipular la expresión de los labios de los difuntos. Sin embargo, las familias demandaban la máxima naturalidad en la escena recreada. Esta demanda tenía sus raíces, indudablemente, en el asombro que había despertado entre la gente el fabuloso invento de la fotografía. En el imaginario del pueblo llano del XIX, la imagen era depositaria de una carga simbólica y mágica evidente. 




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Los finados parecen dormir tranquilamente.





Tal como ocurre en algunas culturas orientales hoy, se creía que la escena recreada contenía el alma de los difuntos, lo que la convertía en una reliquia insustituible. Por estas y otras razones se buscó dotar al difunto de la máxima expresividad abriéndole los ojos. Los fotógrafos especializados se ayudaban de una cucharilla de café para separar los párpados y, a continuación, colocaban las cuencas oculares en la posición adecuada. La escenografía se fue perfeccionando poco a poco. Con los zapatos relucientes y sentado frente a una mesa camilla, el alevín parece interrumpir la lectura antes de la instantánea. Sentado a la mesa entre sus familiares, un adolescente se muestra absorto sin levantar la vista del plato. Sobre una nube de encajes, una niña mira a la cámara sin rubor, con inusitada curiosidad y vitalismo, y solo la posición de sus manos delata que ocurre algo extraño. Con mejor o peor suerte, las imágenes del Memento mori consiguieron el efecto que se pretendía: tornar imprecisa en la imaginación del espectador la frontera entre la vida y la muerte. También resultan interesantes las actitudes de quienes flanquean al difunto. En la composición fotográfica post mortem, los parientes aportan verosimilitud sentimental a la escena. El engaño se consuma con la naturalidad que adoptan ante la cámara y la tranquilidad que inspira su mirada. Dentro de una atmósfera melancólica y nostálgica, unos dirigen la vista al difunto mientras otros posan abiertamente, como si trataran de restarle protagonismo. En este cruce de intenciones se adivina su resignación ante la realidad, la innegable aceptación de la muerte como un hecho cotidiano.


Joel Peter Witkin: Barroquismo provocador




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Aunque no practican la fotografía post mortem propiamente dicha, varios artistas modernos utilizan los cadáveres como motivo de sus obras. Entre ellos destaca por su profesionalidad, pero más aún por su afán provocador, Joel Peter Witkin, que utiliza restos humanos, cuando no cadáveres completos, procedentes de las morgues mexicanas. Con ellos recrea todo tipo de imágenes alegóricas, algunas de ellas descarnadas hasta límites insospechados. Son imágenes dominadas por un barroquismo extremo y tratadas en blanco y negro para conferirles aún mayor dramatismo. Su labor creativa consiste en manipular los restos humanos buscando en ellos la máxima expresividad. Una de sus imágenes más conocidas es una cabeza humana, seccionada por la mitad como una naranja, con los dos perfiles enfrentados en un beso romántico. Witkin no esconde nada. Muy al contrario, desafía al espectador mostrando lo más horrendo del cuerpo humano: órganos, tendones y músculos seccionados. Nada queda al margen de la cámara.




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Joel Peter Witkin utiliza restos procedentes de morgues mexicanas para crear imágenes alegóricas.





Elizabeth Heyer: Las imágenes de difuntos, hoy

La fotografía post mortem ha quedado relegada hoy a los archivos de algunos museos y a colecciones particulares. Sin embargo, la fotógrafa neoyorquina Elizabeth Heyert ha recuperado recientemente esta práctica en su obra The Travelers (Los viajeros). Heyert pasó un año en una funeraria del barrio de Harlem retratando a difuntos pertenecientes a la Iglesia baptista, que cree ciegamente en la existencia del paraíso. El resultado del proyecto no ha dejado a nadie impasible y ha trascendido fronteras. Según ha revelado la autora, que se declara atea, la confianza de esta comunidad en la vida más allá de la muerte es lo que le ha permitido conseguir el permiso necesario para retratar a un gran número de difuntos. Como parte de los rituales que acompañan al óbito, los baptistas engalanan a sus muertos con sus mejores ropas, preparándolos para el viaje que van a emprender. Entre los modelos que han pasado por la cámara de Heyert figuran señoras con vestido de noche, patriarcas trajeados o jóvenes que lucen la gorra y la camiseta de los Lakers. Aparte de la ropa, las fotografías carecen de cualquier otro elemento que distraiga la atención y están realizadas sobre un fondo negro, lo que hace que los cadáveres parezcan erguidos. “De esta forma –señala la autora– sentí que mis modelos recuperaban toda su faceta humana.” Al contrario de lo que sucede con las imágenes de difuntos tomadas en el siglo XIX, el efecto resulta impactante, casi humorístico. Incluso los labios parecen esbozar una sonrisa. A ello contribuye la excelente calidad del maquillaje funerario actual.




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Negación de lo inevitable

Aquella entereza mostrada ante la muerte tenía su explicación tanto en elementos culturales como coyunturales. Durante el siglo XIX el Romanticismo fue un digno heredero de la visión medieval de la muerte. Todo lo relacionado con la finitud de la vida y el duelo estaba rodeado por una aureola de sentimentalismo extremo. El suicidio romántico era considerado una noble aspiración en los ambientes artísticos y literarios, y la muerte en sí llegaba a ser tratada como un privilegio, como una decorosa huida ante los avatares y las desdichas de la vida y el corazón. Por otra parte, la muerte podía presentarse en forma de epidemia, esquilmando la población ante la incapacidad científica de la época para hacerle frente, mientras las familias veían impotentes cómo el 50% de sus hijos morían a corta edad. La relación con la muerte podía considerarse, en conclusión, de estrecha vecindad. Con este panorama, las fotografías de difuntos circulaban de mano en mano como tarjetas de visita, como estampas o recordatorios; incluso durante aquel tiempo eran comunes las exposiciones dedicadas al tema y la visita de los curiosos a las morgues y velatorios resultaba algo habitual.




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Sin embargo, tales prácticas no se entendían como algo truculento ni morboso, pues estas categorías estaban reservadas a definir otros aspectos de la vida. Para la recatada sociedad decimonónica, el concepto “obscenidad” se relacionaba exclusivamente con la pornografía, entendida esta como cualquier provocación del deseo a través de la exhibición de la carne. La estampa de un difunto era de dominio público; la de una cabaretera, un tesoro oculto en el fondo de un cajón. Con la sociedad del siglo XX cambiaron definitivamente las tornas. La atracción hacia la muerte fue desapareciendo a medida que el progreso científico y técnico dio respuesta a los males endémicos que aquejaban a la gente. Igualmente en parte como resultado de estos avances, la confianza ciega en la providencia divina cedió terreno. El cambio de mentalidad respecto a la muerte dio un giro de 180 grados, hasta convertirla en un hecho absolutamente aséptico: lo que antes tenía lugar en los domicilios quedó relegado al espacio hospitalario y de ahí al tanatorio. El cementerio se alejó de lo cotidiano, creando un mundo de los muertos apartado del de los vivos. La visita a ese otro mundo desembocó también en una escenografía propia que roza lo turístico durante la fiesta de Todos los Santos. 




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Todo pensado por y para los vivos con el fin de que ni siquiera durante esa jornada lleguemos a sentirnos realmente solos.La sociedad contemporánea malversa, en definitiva, el significado de morboso para aplicárselo a la muerte. Como colofón de esta corriente de pensamiento, la sola idea de la putrefacción de nuestro cuerpo parece inclinar la balanza hacia la incineración. Pero, aunque la sociedad contemporánea ahuyenta la muerte del ámbito familiar y cercano, sigue sintiendo un deleite casi enfermizo por observar la que nos es ajena. El espanto y el morbo han pasado a formar parte del espectáculo que nos regalan cada día los medios de comunicación. Por una parte, la exhibición de los difuntos queda reservada a los funerales de la realeza o de los personajes públicos. Por otra, la sociedad de consumo aprende rápido y surgen como por ensalmo más y más páginas web dedicadas a explotar la nueva tendencia. Los nuevos paparazzi post mortem no necesitan recrear la escena; se la encuentran en una curva o en una casa incendiada y nos la hacen llegar gracias a la cámara de su teléfono móvil. La fantasía que subyace detrás de todo esto consiste en que la finitud no nos puede alcanzar. Manteniendo a raya a la muerte, en los límites donde realidad y ficción no quedan claros, parece que nos encontramos a salvo. Sin embargo, al observar las fotografías de difuntos del XIX en el espectador contemporáneo surge un conflicto interno difícilmente asimilable: tratamos la muerte como noticia o como un fenómeno asociado a guerras, atentados y sucesos, frente a la visión del pasado, en la que convivía con la vida. La fotografía post mortem nos resulta obscena porque hoy vivimos la muerte a distancia.




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La atracción y lo abyecto

La aversión que nos inspiran los retratos de difuntos podría ser analizada siguiendo los razonamientos de algunos teóricos. La periodista y especialista en arte Marisol Romo Mellid ha tratado este tema con lucidez y ha llegado a algunas conclusiones dignas de mención. Por una parte, cita a la filósofa búlgara Julia Kristeva, que en su libro Poderes de la perversión (Ed. Siglo XXI) define la visión del cadáver como el colmo de la abyección. Sin embargo, Romo opina que en la escenificación que rodea la fotografía post mortem el cadáver parece liberarse de esa característica a través de una atmósfera misteriosa y melancólica. Al observar estas imágenes el espectador actual se ve envuelto en una pugna interior que consiste en apreciar la belleza de la muerte amenazada por la certeza de la próxima putrefacción. La connotación simbólica es lo que, a todas luces, puede decantar la balanza a favor o en contra de ver el cadáver como algo siniestro.




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Según palabras de Romo, “el cuerpo muerto debe asumir papeles de gran trascendencia, como el de ser un héroe, un objeto de culto o una imagen de propaganda”. A continuación, esta autora analiza el debate sobre la fealdad o la belleza de la muerte. Desde un punto de vista filosófico, subraya las reflexiones vertidas por el pensador alemán Karl Rosenkranz en su libro Estética de lo feo (Julio Ollero Editor), para quien la muerte no implica fealdad, sino que incluso puede embellecer los rasgos del difunto. Frente a la opinión de Kristeva, el cadáver no significa lo abyecto para este autor. Tras el rechazo que producen en nosotros las imágenes post mortem parece esconderse un vínculo entre las causas de la muerte y la muerte en sí misma, concluye Marisol Romo parafraseando a Rosenkranz. Lo que está claro –añadimos nosotros– es esa incómoda ambigüedad que preside la contemplación de la fotografía post mortem. Y es que, como decía el filósofo francés Jean Baudrillard, la repulsión tiene más que ver con el ojo que observa que con el objeto observado.




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3 comentarios:

  1. que mas te puedo decir escalofriante lo mas que e visto en mi vida me confunden y no es naa bonita la muerte maldita seaa....por sierto muy buena recopilacion trabajo perfec.

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  2. Wooo un tema muy interesante, algo que toma interés, cultura, historia e información general me encantó pese a la abersión, no logré dejar de ver las fotografías.

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  3. mafe la verdad es algo morboso pero interesante.....auque creo que puede ser mas tortura para los familiares y sino imaginesen usteds con las muertes de estas epocas alguien descuartisado y que le tomen una foto para ponerla en el salon de visitas...TERRIBLE ¿o no?

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